A VUELTAS CON EL DESPOBLADO. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

15.02.2017 11:19

 

                Recientemente, distintos autores han alertado de la gravedad de las bajas densidades demográficas de extensas zonas del interior de España. En un país como el nuestro con una población cada vez más envejecida, supone un claro riesgo para el futuro no tan lejano de demasiadas comarcas de nuestra geografía.

                Las grandes transformaciones económicas y sociales del siglo XX arrastraron a muchas personas del medio rural a las medianas y grandes ciudades españolas, cuyas condiciones de vida distaron de ser favorables en numerosos barrios con problemas de dotación y atención social. A su modo, era la culminación (o la prosecución) de una tendencia anterior, decimonónica.

                Cierto que España se modernizó según los parámetros del concepto de desarrollo de hace varias décadas y acercó posiciones a los países europeos más avanzados, que también habían experimentado un proceso de éxodo rural, pero la marcha de muchos vecinos de aldeas y pueblos de España tenía una significación especial. Desde finales del siglo XVI los arbitristas habían denunciado la debilidad demográfica o la despoblación de muchos puntos de la Corona de Castilla. ¿Llueve sobre mojado?

                Hoy en día hemos dejado de lado los determinismos naturales y ya no contemplamos nuestra Edad Media en términos de una gigantesca masacre de personas pasadas a cuchillo por la furia guerrera para explicar la despoblación, hija más bien de decisiones políticas desacertadas (las de las cargas tributarias) y de una cierta planificación de nuestro espacio.

                La Comunidad Autónoma de Castilla-León padece actualmente el problema, que no parece tan novedoso si atendemos a la existencia de un desierto humano en el valle del Duero, todo lo matizable que se quiera, en los siglos VIII y IX. De todos modos, este espacio se colonizó y se organizó en los siglos siguientes con éxito. En Castilla surgieron las comunidades de villa y tierra, en las que una cabecera municipal ejercía su autoridad en un extenso territorio dotado de núcleos de población subalternos, las aldeas, al modo de los romanos.

                En 10.370 kilómetros cuadrados Ávila rigió hasta 477 aldeas en el siglo XIII, 475 sobre 7.430 Segovia y Soria 238 repartidas por 2.666 kilómetros cuadrados. Muchas de aquellas aldeas, es cierto, estuvieron habitadas por menos de diez familias, pero su número total era ciertamente elevado, superior en el caso soriano al del siglo XVI.  

                Con independencia de las epidemias de peste y otras enfermedades, el espacio castellano se reorganizó entre los siglos XIV y XV a impulsos del crecimiento de la ganadería trashumante, del comercio y de las finanzas. En tiempos de los Reyes Católicos se tuvo por despoblado un lugar con la iglesia caída y presencia humana testimonial de unos dos vecinos a lo sumo.

                A principios del XVI los despoblados se contemplaron más como una oportunidad que como un problema al estar comprendidos dentro de los de términos redondos del municipio. No pocos oligarcas con influencia en el concejo se abalanzaron sobre los mismos y los convirtieron en herreñales, cercados y dedicados al cultivo o al pasto. Las denuncias de los particulares movieron las actuaciones de los jueces pesquisidores de manera variable, que tuvieron la función de deshacer los mojones ilícitos e incorporar plenamente el terreno al realengo, con el permiso del pasto común de los vecinos.

                Es bien sabido que la política tributaria de los Austrias, tan marcada por las guerras exteriores, y el predominio oligárquico en la vida municipal de tantos lugares de Castilla no ayudaron a fomentar la población, pero las esperanzas no estaban pérdidas. Hasta su disolución oficial en 1836, la Mesta ayudó a retener la población e incluso animar un modesto crecimiento demográfico de la Tierra de Soria en la segunda mitad del siglo XVIII.

                La penalización fiscal y la destrucción de las ventajas económicas comparativas (manifestada en la extinción de la incipiente industria de varias localidades castellanas y leonesas en el XIX) sentarían las bases del fenómeno de la despoblación contemporánea. Requena, que en 1851 pasó de la provincia de Cuenca a la de Valencia, tuvo la fortuna de sustituir la sedería dieciochesca en declive por la viticultura gracias a la diversidad de intereses económicos de sus hombres de negocios.

                El éxodo de los años de la década de 1960 llevó a muchos jóvenes a las grandes ciudades y dejó en no pocos pueblos gente cada vez más anciana y terrenos que se iban dejando de cultivar como antes. Algunos economistas han visto en ello la clave del declive de la productividad en ciertos territorios de nuestro agro al carecer de incentivos para la mejora. La crisis del Petróleo ocasionó ciertos retornos desde un entorno urbano poco acogedor, saturado de distintos modos. Con independencia de ciertas circunstancias críticas, un grupo de trabajadores jubilados prefirió volver a su pueblo, lo que ha contribuido a remarcar el envejecimiento de no pocas zonas, además de ciertas carencias infraestructurales. La notable afluencia de gentes procedentes de fuera de España a comienzos del siglo XXI se ha orientado especialmente hacia los espacios urbanos, que han vuelto a conocer importantes problemas de adaptación. Algunas iniciativas de captación de gentes en beneficio del medio rural se han evidenciado puntuales y pasajeras.

                En el 2017 el fenómeno de la despoblación inquieta a muchas personas que han conocido tiempos mejores, cercanos en el tiempo. Cerca de La Cabezuela (dentro del municipio valenciano de Cortes de Pallás) se encuentran los restos de Los Coristas, una aldea derruida en la que hace décadas se celebraban fiestas en el verano. También en el interior de la Comunidad Valenciana se da este fenómeno, del que la Historia nos ofrece tantos hechos como quizá soluciones.