EL CORONADO POETA ANDALUSÍ AL-MUTAMID. Por Irene García Junquero y Noelia Sahuquillo Ejarque.

10.03.2017 07:39

                

                Hacia el 1039 vino al mundo un hombre, cuya familia gozaba de renombre político y amplias posesiones desde el Algarbe al valle del Guadalquivir. Ocho años antes había sucumbido el califato de Córdoba, víctima de las divisiones que engendrarían los Estados de taifas. Uno de los más poderosos, el de Sevilla, fue regido por él.

                Gran amante de la poesía y notable mecenas de las letras, entabló una gran amistad con el aventurero Ibn Ammar durante veinticinco años. Llegó a su ser su más preciado colaborador, al modo de un primer ministro. También cautivó al monarca sevillano I´timad, la mujer con gracia lírica que descolló en un harén de unas ochocientas mujeres. Fue su principal esposa y la madre de varios de sus hijos.

                Los monarcas de las taifas no han gozado de buena fama entre los más moralistas, que los han considerado proclives a los lujos cortesanos y al abandono de sus deberes políticos más imperiosos. Lo cierto es que un gobernante como Al-Mutamid se vio envuelto en la presión ejercida por los cristianos desde el Norte, que ganaron Toledo en el 1085, y la del imperio almorávide que había alcanzado la costa marroquí y aspiraba a posesionarse de la orilla hispana.

                En esta delicada situación, la conducta de Ibn Ammar no estuvo a la altura de las circunstancias. Los poemas soeces que despachó hacia la familia real sevillana llevaron a su caída. Se dice que su antiguo amigo el monarca lo mató con sus propias manos. Pronto no sería la única víctima el arrogante poeta. La taifa sevillana fue atacada por los almorávides y Al-Mutamid llegó a pedir auxilio a los mismos cristianos. Sevilla cayó y él fue conducido prisionero a Tánger. Sus hijos murieron y su apreciada I´timad y sus hijas tuvieron que sobrevivir como hilanderas en el cautiverio. Aquélla falleció unos pocos meses que él. El príncipe de los poetas abandonó este mundo en el 1095 de la era cristiana.

                De su bella cosecha literaria, entresacamos una serie de poemas, ejemplos de su personalidad más íntima.

I’timad.

“Invisible a mis ojos, siempre estás presente en mi corazón.

Tu felicidad sea infinita, como mis cuidados, mis lágrimas y mis insomnios.

Impaciente al yugo, si otras mujeres tratan de imponérmelo, me someto con docilidad a tus deseos más insignificantes.

Mi anhelo, en cada momento, es tenerte a mi lado: ¡Ojalá pueda conseguirlo pronto!

Amiga de mi corazón, piensa en mí y no me olvides aunque mi ausencia se larga.

Dulce es tu nombre. Acabo de escribirle, acabo de trazar estas amadas letras: I´TIMAD”

                La pasión por la amada es más que evidente y va más allá de lo meramente físico. El príncipe de los poetas tenía una sensibilidad a flor de piel:

            El corazón.

“El corazón persiste y yo no cesa;

la pasión es grande y no se oculta;

las lágrimas corren como las gotas de lluvia,

el cuerpo se agosta con su color amarillo;

y esto sucede cuando la que amo, a mí está unida:

¿Qué sería, si de mí se apartase?”

                La pasión por la persona amada es notoria y se convierte en una verdadera cadena sentimental, que se convertirá en física durante su cautiverio, en el que se muestra muy preocupado por el futuro de sus hijas, en unos versos dignos del Miguel Hernández que pereció en la cárcel política:

                A mi cadena.

“Cadena mía, ¿no sabes que me he entregado a ti?

¿por qué, entonces, no te enterneces ni te apiadas?

Mi sangre fue tu bebida y ya te comiste mi carne.

No aprietes los huesos.

Mi hijo Abu Hasim, al verme rodeado de ti,

se aparta con el corazón lastimado.

Ten piedad de un niñito inocente que nunca temió

tener que venir a implorarte.

Ten piedad de sus hermanitas, parecidas a él y a

las que has hecho tragar veneno y coliquíntida.

Hay entre ellas algunas que ya se dan cuenta,

y temo que el llanto las ciegue.

Pero las demás aún no comprenden nada y no

abren la boca sino para mamar.”

                Sostenía Pessoa que el poeta era un fingidor, artístico y delicado, lleno de recovecos, plenos en el caso de Al-Mutamid de una sensibilidad desbordante, capaz de presentar la ausencia de la amada como la realidad del cautiverio con igual intensidad y elegancia, digno de uno de los mayores poetas de nuestra Historia.