EL IMPERIO OTOMANO EN LA ECONOMÍA-MUNDO. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

19.07.2017 13:25

                

                Un planteamiento muy arraigado durante mucho tiempo sostenía que la conquista turca de Constantinopla animó a los europeos a buscar nuevas rutas para conseguir las especias orientales. Hoy en día tendemos a opinar más bien lo contrario: las navegaciones de los portugueses hicieron perder interés por el Próximo Oriente. Tampoco cabe exagerar al respecto, ya que los venecianos trataron de desafiar el predominio portugués en el comercio de las especias recurriendo a las rutas terrestres asiáticas en el siglo XVI.

                Indiscutiblemente, el imperio otomano disfrutaba de considerables ventajas en el cada vez más interconectado mundo de los Descubrimientos. Enclavado en un cruce de caminos de singular valor, producía cereales, azúcar, café, etc. Sus tejidos de algodón eran apreciados en la Cristiandad europea. Disponía de una temible flota y su gobierno era bien capaz de controlar países muy variados.

                A los territorios otomanos afluyó el oro y la plata logradas por los españoles en América, que tanto impacto tuvieron en los precios de la época. Las hostilidades no impidieron los contactos comerciales, especialmente con Francia, tan vinculada económicamente a España.

                Sin embargo, los otomanos adolecieron de una carencia que ya padecieron los romanos, la del drenaje de metales preciosos hacia Oriente, concretamente en dirección a Persia y la India (regidas en el XVI por poderosos imperios). La hostilidad con la Persia chií no impidió la compra de sedas muy cotizadas. Similares problemas se les plantearon a los europeos en Extremo Oriente con China. A través de Manila, los españoles enviaron cuantiosas cantidades de plata mexicana para adquirir los cotizados tejidos chinos a comienzos del XVII. En Cantón los franceses se enfrentaron con una situación casi igual un poco después.

                Este déficit oriental podían compensarlo los otomanos con su comercio con la Europa cristiana. Sus cereales eran de gran valor para alimentar una población en aumento, como demostró la experiencia de Polonia en relación a sus dominios ucranianos. Los tejidos de algodón también tenían su atractivo, según demostró la posterior experiencia de la industrialización británica.

                La realidad es que poco a poco se fueron imponiendo los comerciantes de la Europa cristiana en la economía otomana, hasta tal punto que el café y el azúcar que tanto gustaban a las gentes del imperio procedían mayoritariamente de las colonias americanas. La situación tiene paralelismos con la vivida por el imperio bizantino en la Baja Edad Media.

                La pérdida de dinero para un imperio con tantos compromisos militares, en el competitivo mundo de la Edad Moderna, tuvo graves repercusiones. El cobro de las contribuciones se confió a compañías de arrendadores, que avanzaban a las autoridades el dinero a cambio de subir la recaudación para tener beneficios. La carga fiscal se acrecentó y la introducción de nuevos cultivos de procedencia americana, un fenómeno que también se dio en el África subsahariana de la mano de los portugueses, no causó el revulsivo de otras regiones. Muchos campesinos (de países como Egipto) abandonaron sus aldeas para malvivir en las ciudades. Allí no encontraron las oportunidades de otros tiempos, dada la decadencia de muchos oficios artesanales por la competencia de los géneros foráneos.

                Paradójicamente, los avances del comercio extranjero y la progresión rusa hacia la ribera del mar Negro, tan valiosa para la exportación de cereales y para la consecución de materiales de construcción naval, no evitó una cierta promoción de los labradores cristianos del imperio, que tenían el estatuto de protegidos a cambio del pago de unos impuestos especiales. Aumentaron las tensiones entre éstos y los artesanos musulmanes de las ciudades, uno de los orígenes de los futuros conflictos nacionalistas que desgarrarían el imperio en los Balcanes.  

                Aunque como poder militar los otomanos dieron muestras de entereza y de cierta recuperación a lo largo de los siglos XVII y XVIII, la renovación de su red de comunicaciones y de su parque de vehículos presentó notables dificultades, especialmente en lo relativo a la dotación de carruajes. Las rutas marinas fueron de gran ayuda e hicieron la fortuna de los navegantes griegos del imperio, pero cada vez más dependieron de los diseños de otros países. Llegaron a comprar sus buques a Suecia e incluso a los nacientes Estados Unidos.

                Para explicar la razón última de este proceso de decadencia se ha mantenido la incapacidad tecnológica de un imperio incapaz de adaptarse a las novedades, demasiado condicionado por los puntos de vista de los juristas y por la tradición. Sería la cara intelectual del despotismo, que arruinaba el bienestar de sus súbditos.

                Lo cierto es que los turcos han demostrado capacidad para el cambio a lo largo de la Historia y algunos de sus problemas también se dieron en las sociedades de la Europa Occidental del Antiguo Régimen. Así pues, el dedo acusador ha señalado curiosamente a la falta de apoyo del Estado como su principal responsable. Algún autor ha dicho que el imperio otomano careció de los instintos de control de la economía de la Unión Soviética, a veces metida en el mismo saco orientalista sin gran fundamento.

                Los otomanos, pese al brillo de su corte y a la acometividad de sus ejércitos, no pusieron en práctica una política mercantilista como las Provincias Unidas de los Países Bajos e Inglaterra. Francia también la siguió con matices y España se esforzó por aplicarla en el XVIII. La hemorragia del déficit, de las pérdidas de metales preciosos, se conseguiría fomentando la producción y el comercio propios, un objetivo al que consiguieron acercarse más aquellas sociedades más cercanas a formas parlamentaristas de gobierno. Desde esta óptica, las capitulaciones comerciales con Francia (1569) e Inglaterra (1580) han sido valoradas negativamente, pues abrieron un portillo fiscal y mercantil a la penetración extranjera, al modo de los tratados desiguales con la China decimonónica. Los otomanos, en suma, adolecieron de los males de Bizancio.