FERNANDO III, EL REY SANTO. Por Pedro Montoya García.

01.05.2017 00:12

 

    Quiso la providencia traer a Fernando III a nacer en una pequeña aldea zamorana: Peleas de Arriba, y desde ese momento, hasta abajo, hasta ser enterrado en Sevilla, pasó su vida peleando. Viajamos hasta principios del siglo XIII (el 1200 en cristiano) para conocer a uno de los más brillantes reyes de la Historia de España.

    Desde la infancia aprendió rápido que, para aquello se definiría como reconquista, precisaba de lucha no sólo contra a los que llamaban “infieles”, sino, tanto o más, contra los “fieles”. Era hijo del rey de León y de una infanta de Castilla. Matrimonio que quedaría anulado, pasaron por alto el día de la boda que les corría la misma sangre les provenía  de Urraca I; así que, cuando llegó un Papa, Inocencio III, se percató del error que incestuoso de lejos, de bisabuelos, lo consideró incestuoso al fin y al cabo;  así que, bajo excomunión, obligó al divorcio. Quedó Fernando guardado en la jaula de oro de su padre Alfonso IX de León, con sus dos hermanastras paternas mayores como carceleras, para no dejarlo marchar con su madre y no fuera acometer el pequeño Fernando, aquello que terminó por hacer: coronarse rey de Castilla en Valladolid.

    No le sentó nada bien al padre,  que junto a los secuaces de la familia Lara atosigaron al muchacho tanto y cuanto pudieron; pero, al lado de Fernando se sostuvo toda su vida una gran mentora: su madre Berenguela, que, con gran talento político, aguantaron dentro del reino de Castilla como pudieron los primeros años, para cada vez ir haciéndose fuertes, hasta incluso, con denuedo atreverse a hacer incursiones hacia el Sur. Su padre Alfonso IX anduvo su último camino para ser enterrado en Santiago de Compostela; tras lo cual y tras el pago de una ingente cantidad de dineros  a sus hermanastras, se unirían hasta hoy día Castilla y León. El estado de las autonomías mediante.  

    Una vez, sin el problema de Portugal y León por el Oeste, con los aragoneses ocupados en el Este con el Levante y el Mediterráneo, quedaba por dar el golpe de gracia a la reconquista tras la victoria de las Navas de Tolosa, al mando de su abuelo Alfonso VIII. El objetivo final no era tan solo recuperar la península, como también soñaría en el futuro Isabel I, quería ocupar el Norte de África. La razón era evidente: desde Guadalete no paraban de cruzar el Estrecho, que era demasiado estrecho para los diferentes pueblos musulmanes que cada cierto tiempo formaban un imperio y codiciaban el Al-Andalus.

    Dos magníficos generales: Fernando III acechando Córdoba, la antigua gloriosa ciudad califal; Jaime I al cerco de Valencia, ya cercano a dar la sentencia a la reconquista aragonesa, suponían para los musulmanes lo que supusieron doscientos años antes Abderraman III y Almanzor para los cristianos; por cierto, fue el rey Fernando quién retornó las campanas a Santiago a hombros de esclavos. Aquella injuria a la cristiandad que cometió Almanzor quedaba vengada con el mismo paseo de vuelta, y magna hazaña le otorgó al rey la gloria de poder conversar con el Santo Apóstol. Otra leyenda a añadir, como la de Clavijo o el tambor del Calatañazor.

    Los reinos cristianos supieron, con buen criterio político, llegar a un acuerdo para Murcia y Granada, y dedicarse a bendita obra de decretar el cristianismo desde Gades hasta la torre de Hércules, y de paso, sin necesidad de pasarse de piadosos, saquear al moro en forma de parias cuando era conveniente o saquearlo a base de espada, cuando era remedio más provechoso. Córdoba, Jaén y todo el Río Grande, Guadalquivir, cayeron al empuje y sabiduría de Fernando. La columna vertebral de Al-Andalus era cristiana. Para Sevilla construyó una flota en el Norte, subió río arriba para recordarles como la gastaban los vikingos; subieron con tanto ímpetu que los barcos abordaron y arrollaron cualquier puente que comunicaba a la ciudad con Triana por donde entraban suministros. Un bloqueo por tierra y mar que le brindó tan buen resultado en Almería, volvió a funcionar en Sevilla. No paró, siguió hasta que ya no le quedaba más tierra que conquistar, pero no fue el mar quien lo detuvo: la muerte le venció en 1252. Contra esa no pudo. 

    Pero aparte de músculo, dispuso de inteligencia, esa distinción que marca a los grandes monarcas. El castellano pasó a ser lengua oficial de reino y así sigue siéndolo en la actualidad, reforma constitucional mediante. Algunos historiadores afirman que su labor cultural, jurídica y religiosa (en forma de edificios religiosos) fue tan importante como la de su hijo Alfonso X «el Sabio», o que su hijo no podría haber acometido la suya, sino hubiera recibido el legado cultural de su padre. A él por cierto, le santiguaron con el remoquete de Fernando III «el Santo», en determinadas circunstancias no fue un derroche de virtud y ejemplo, pero ya se sabe que en las cuestiones religiosas que escapan a la razón… ahora bien, se merece el nombre: su obra fue casi milagrosa.

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