LOS PRIMEROS ESTADOS UNIDOS Y EL GOBIERNO DE HISPANOAMÉRICA. Por Antonio Parra García.

05.12.2016 07:51

                

                El acceso a la presidencia de los Estados Unidos de Trump y el fallecimiento de Fidel Castro, todo un símbolo político, vuelve a plantear un delicado problema, ya antiguo en el Nuevo Mundo, el de la relación entre Iberoamérica y los Estados Unidos. El equilibrio de fuerzas se decanta hoy del segundo extremo de la balanza de forma clara, pero en la segunda mitad del siglo XVIII la América española contaba con notables fuerzas y posibilidades.

                Las colonias inglesas del litoral atlántico ganaron en población y riqueza en las décadas anteriores a su independencia. De temperamento fuertemente expansivo, sus exploradores, cazadores y agricultores se aventuraron hacia el Oeste, sus comerciantes y navegantes surcaron las aguas del Caribe en busca de provechos de todo género y sus soldados combatieron en el ejército británico en campañas como la de La Habana en 1762. Heredaron a su modo la furia antiespañola de los puritanos del siglo XVII.

                Cuando los angloamericanos rompieron hostilidades con el rey de Inglaterra, las autoridades españolas lo contemplaron con prevención. No tenían ganas de abrirles la navegación del Misisipi ni de alentar ninguna reconciliación al intervenir abiertamente. El ejemplo de las Trece Colonias en rebelión tampoco seducía a un Madrid temeroso que cundiera el ejemplo entre sus súbditos americanos. Durante la guerra de la independencia estadounidense las fuerzas españolas intervinieron más por la alianza con Francia, la de los pactos de familia, que por favorecer a los angloamericanos, cuyas fuerzas no combatieron unidas a las de España.

                Los franceses creyeron que podrían manipular a los nacientes Estados Unidos, pero pronto se desengañaron. Durante las negociaciones de paz acercaron su posición a los británicos, que ofrecieron a la joven República un territorio mayor al Oeste de los Apalaches.

                El memorial del 3 de septiembre de 1783, que se ha atribuido al conde de Aranda, apuntaba con claridad la amenaza que entrañaba para la América española la joven república norteamericana. Al observar la geografía y el carácter humano, se pronosticaba la expansión hacia el golfo de México de una nación que atraería inmigrantes. Para los defensores de la autoría de Aranda era un ejemplo de su perspicacia y para los que la niegan una demostración clara de la crisis del imperio español en tiempos de Carlos IV al menos

                Frente a este expansivo poder la América española se aparecía frágil, demasiado distanciada de la Península y sulfurada por los excesos de los gobernantes destacados allí. Se planteaba con claridad el vidrioso tema del exceso del poder.

                La supervivencia pasaría por conservar el dominio directo sobre Cuba y Puerto Rico y establecer tres monarquías españolas en México, Perú y Costafirme con sendos infantes de la casa real de España, cuyo monarca tomaría el título de emperador. Semejante alternativa, que arraigó en el Brasil portugués, no tuvo éxito, pese a que Godoy se mostrara partidario de la misma. Durante los combates por la independencia mexicana se plantearon soluciones similares entre los círculos criollos temerosos de las masas revolucionarias.

                Proponía el susodicho memorial un arreglo tributario y comercial digno de los tiempos anteriores a la Emancipación. Los tres flamantes reinos contribuirían anualmente al tesoro español: México con plata, Perú con oro y Costafirme con tabaco. Al libre comercio imperial se incorporaría Francia, pero Gran Bretaña sería excluida. Semejante plan no deja de tener ribetes neocolonialistas, los de gozar de las ventajas sin asumir las cargas de la dominación. Fuera Aranda u otro su autor, lo cierto es que Hispanoamérica no entró por ninguna vía gradualista capaz de enfrentar la presión de la América anglosajona, un problema que a su manera todavía pervive.