¿QUÉ DEFENDIÓ EL IMPERIO ESPAÑOL? Por Víctor Manuel Galán Tendero.

08.08.2021 09:30

                Quien vea alguna de las películas de aventuras del Hollywood de los años cuarenta, como El halcón de los mares, podrá comprobar sin gran esfuerzo la escasa simpatía anglosajona sentida por la España de Felipe II. Regida por un tipo siniestro, aspiraba a dominar el mundo y a esclavizar a sus gentes con naves pesadas. Era una verdadera réplica de la Alemania nazi.

                Más allá de la propaganda de los tiempos de la batalla de Inglaterra (1940), semejantes películas le reconocían al imperio español unos propósitos claros, sin titubeos, que en la realidad fueron mucho más complejos.

                Cuando los castellanos comenzaban la conquista americana, Carlos de Habsburgo se convirtió en su rey con no poco disgusto y no menor controversia. Por mucho que se le comparara con Trajano, el César que Hispania dio a Roma, la política centroeuropea de Carlos V no despertó muchas simpatías entre sus súbditos españoles.

                Al dividirse sus dominios entre su hermano Fernando y su hijo Felipe, España se encontró unida a dos áreas de gran interés: Italia y los Países Bajos. Los vínculos entre la Corona de Aragón y el Sur italiano databan del siglo XIII, y la guerra contra los turcos otomanos se consideró una prioridad en toda regla. Con los Países Bajos las relaciones también se remontaban a la Baja Edad Media, y la economía castellana estaba muy ligada a la de aquellas tierras. La extensión del protestantismo contribuyó a socavar la autoridad real, y la religión fue un elemento crucial en las guerras de Flandes, que influyeron decisivamente en las complicadas relaciones con Francia e Inglaterra.

                La España de Felipe II terminó librando un importante conflicto en la Europa Occidental bajo el estandarte de la fe católica. Habitualmente se le ha considerado, en términos tradicionalistas, martillo de herejes, dentro del complejo movimiento de la Contrarreforma, aunque una vez las cosas no fueron tan simples.

                Para empezar, los intereses españoles y pontificios distaron de coincidir, y a menudo chocaron a diferentes niveles. Con otros aliados católicos, como los Habsburgo de Viena, hubo fricciones y desacuerdos durante la guerra de los Treinta Años. También se batalló bastante, por supuesto, con el rey cristianísimo de la católica Francia. Incluso, algunos procuradores de las Cortes castellanas cuestionaron, en términos comedidos, la necesidad de seguir una política exterior católica a ultranza a fines del reinado de Felipe II. De hecho, bajo Felipe III se alcanzó una paz con Inglaterra y una inestable tregua con las Provincias Unidas. El argumento religioso tenía sus límites.

                En tiempos de autoritarismo real, se esgrimió la reputación de la Monarquía y su integridad, como si de un mayorazgo se tratara, en la palestra internacional. El coloso español, agresivo a ojos de otros, dijo defenderse, por mucho que algunas de sus acciones no lo fueran. En ultramar también se dio la combinación de argumentos religiosos, de reputación, de defensa y de necesidad en la expansión española, que acarició la idea de dominar China y Siam. Sin embargo, las fuerzas dieron para lo que dieron, y los españoles se enfrentaron a distintos retos en numerosas partes del mundo.

                En el Consejo de Estado del primer tercio del XVII se abrió paso la idea de la defensa imperial para garantizar la seguridad de España. En Flandes se detenía a los enemigos que podían atacar Italia y la misma España, lo que agravaría los dispendios y los peligros. Tales planteamientos también se aplicaron más allá de Europa, cuando se pensó defender las Filipinas de los holandeses frenándolos en las costas de Brasil. Poco a poco, se iban teniendo presentes en teoría los intereses españoles (o al menos castellanos), relacionándolos bajo el conde-duque de Olivares con la necesidad de reformas internas.

                En 1640 la guerra llegó a la Península con la apertura del frente catalán, el gobierno de Olivares se fue al traste y las reformas no pudieron acometerse en la medida de lo deseable. La paz de Westfalia y la de los Pirineos consagraron la derrota de los objetivos universalistas de la mano del predominio francés. El imperio español de Carlos II fue acomodándose a esta nueva situación, aliándose incluso con las Provincias Unidas e Inglaterra. En la reforma de las milicias castellanas de fines del XVII se invocó el nombre español, cuyo prestigio quiso recuperarse, y en el testamento del último Habsburgo hispano se legó la Monarquía al nieto de un contumaz enemigo para asegurar la integridad de los dominios españoles.

                Al menos ese fue el sentir de gran parte de los círculos dirigentes castellanos, no compartido por algunos nobles de Castilla y por bastantes grupos de la Corona de Aragón. El triunfo borbónico en la Península simplificó la cuestión, al perderse los dominios de Italia y Flandes y al imponerse las leyes castellanas a los reinos aragoneses. Bajo secretarios capaces como Patiño, el imperio español esgrimió motivos más particulares (patrióticos si se quiere) que universalistas, por mucho que se condescendiera con la política dinástica de los Borbones españoles en Italia y hacia Francia.

                Con planteamientos mercantilistas, se puso el acento en la reforma del imperio español, donde se consideraba que América no rendía los beneficios apetecidos a España. Se construyó en el XVIII una importante armada, que aliada con la de Francia podría enfrentarse a la de Gran Bretaña. España se convirtió en una potencia más de la Europa absolutista, con ciertos éxitos bajo Carlos III y fracasos bajo Carlos IV. La invasión napoleónica puso de relieve sus flaquezas y sus posibilidades.

                Del aquel imperio emergió la idea de los españoles de ambos hemisferios de la Constitución de Cádiz de 1812, que no cuajaría en una América que deseaba emprender su propio destino de forma variable. Aquél no se convirtió en una gran nación trasatlántica, incluso al verse reducida a una extensión muchísimo menor en 1826.

                La España de Isabel II tuvo un imperio que no hubiera desagradado a los secretarios del siglo XVIII, con un centro industrial importante en Cataluña, una riquísima colonia azucarera en Cuba y posibilidades de expansión en Asia. Sin embargo, no se promulgaron las prometidas leyes de Ultramar y los dominios extraeuropeos prosiguieron sometidos a añejas formas de gobierno, con poderosos capitanes generales. El descontento cundió, primero en Cuba y luego en otros puntos.

                En los días del imperialismo se defendió que la antaño poderosa España permaneciera al margen de los grandes embrollos internacionales, dado su estado de fuerzas, pero el llamado Desastre del 98 indignó a no pocos intelectuales y gentes de clases medias, que reflexionaron sobre los tiempos de los conquistadores. En su Idearium español, Ángel Ganivet reflexionó sobre la trascendencia de la llegada de Carlos V en nuestra política internacional, en la misión de España en el mundo. El debate sobre lo que defendió y fue el imperio español, indiscutiblemente, tiene también su historia.