ACUEDUCTOS Y PUENTES ROMANOS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Los romanos acreditaron sobradamente su maestría en la obra pública, de la que se beneficiaron con creces las comunicaciones terrestres y sus ciudades, dotadas de notables servicios, como el del agua corriente.
Las arquerías de sus acueductos han dado justa fama a localidades como Segovia, Mérida o Tarragona, y en algunos casos han proporcionado el líquido elemento hasta fechas relativamente recientes. La del agua urbana fue una de las grandes conquistas de los romanos. Al frente de su cuidado se encontraba en la ciudad de Roma el curator aquarum, que disponía de completa documentación para ejecutar sus tareas y disponía del auxilio de grupos de fontaneros especializados o aquarii.
Del siglo IV antes de Jesucristo data la construcción del primer acueducto de Roma, alzado a instancias del censor Apio Claudio el Ciego, y que recibió el nombre de Aqua Appia. A comienzos de la Era Cristiana, coincidiendo con la Pax Romana, se erigieron otros en muchos puntos de Hispania, las Galias, África, etc., patrocinados frecuentemente por el propio emperador en calidad de príncipe protector de sus súbditos, que en correspondencia era alabado por ellos. Eran las ideas del evergetismo, también practicadas por los potentados locales a otra escala.
En las obras de los acueductos trabajaban cuadrillas de esclavos agrupados en la familia aquarum. El material predilecto de construcción fue la argamasa, aprovechando al máximo la construcción interior de los relieves o hipogea, abriéndose ventanas para evacuar los escombros de las obras. El agua se hacía pasar por tuberías metálicas o fistulae.
El agua se captaba desde un punto de aprovisionamiento u origo, saliendo hacia el castellum aquae que la distribuía en dirección a los distintos lugares de aprovisionamiento de la ciudad. Para salvar los desniveles del terreno se construyeron soberbios puentes, orgullo urbano, o sifones no menos eficaces, canalizaciones en forma de U que empleaban sabiamente el movimiento en pendiente de las aguas. Justa fama alcanzaron los sifones de Lyon.
Los acueductos fueron el complemento indispensable de cisternas y cloacas, y lograron evitar grandes contagios según algunos autores. Proporcionaron agua en abundancia, para las condiciones de su tiempo, a las ciudades más allá del simple consumo humano, pues también sirvieron para magnificentes y costosos espectáculos que dieron la medida del desarrollo alcanzado por la civilización de los romanos.
Asimismo, los puentes cumplieron una función de primer orden en el sistema de comunicaciones del mundo romano, cuyas calzadas harían posible el movimiento de tropas, de gentes de condición variopinta y el comercio. Elementos vitales de paso, tuvieron un carácter sagrado, encargándose los pontífices al principio de su alzado y mantenimiento. En ocasiones se dispusieron puntos de culto o pequeñas capillas en los laterales de su vía de circulación. Al franquear el tránsito, facilitaron sobremanera el desarrollo urbano de varios puntos de la geografía romana.
Un cuidadoso sistema de arquería con sillares trabajados con maestría, bien asentado en el terreno, sustentaba el tablero de paso, continuador de la vía de la calzada. Alfonso Jiménez Martín consideró los de perfil de lomo de asno de un solo arco más propios de la Edad Media que de época romana, con mayor abundancia de arcos.
Los caudales para su construcción fueron aportados por los pueblos comarcanos con carácter obligatorio o de forma voluntaria por magnates con deseos de ser celebrados por la comunidad, a veces un emperador incluso. Sus cartelas dedicatorias, que se han considerado de época romana avanzada, daban noticia cumplida de sus promotores. Con todo, los romanos, gentes muy pragmáticas a la sazón, fueron muy sensibles al ahorro de dispendios. En el puente de Mérida evitaron la construcción de cinco arcos en el tramo central gracias al tajamar con forma de punta de lanza situado sobre una isla del Guadiana.
Los puentes se dispusieron atendiendo a las circunstancias geográficas del lugar. La furia de las grandes avenidas de ríos cuyo caudal resultaba escaso durante la mayor parte del año se prevenía trabando las dovelas de sus bóvedas, quebrando sus juntas con cuidado. A veces conocemos el nombre de sus arquitectos, como Julio Cayo Lácer, que en el 103 concluyó la obra del de Mérida, singularizando a su manera la aportación de una civilización que tuvo en Hispania una de sus áreas de desarrollo más destacadas.
Para saber más.
Mortimer Wheeler, El arte y la arquitectura de Roma, Barcelona, 1996.