ALFONSO X Y EL FECHO DEL IMPERIO.

11.12.2018 13:51

                La colisión entre la autoridad imperial y la pontificia fue intensa durante la Plena Edad Media, pues ambas disputaron por su preeminencia sobre la Cristiandad. El emperador Federico II Staufen, igualmente rey de Sicilia, afirmó su poder frente a un indignado papado, que lo excomulgó en el I Concilio de Lyon de 1247. Se consideró por ello a Guillermo II de Holanda como rey de romanos, a fin de entronizar un emperador más dúctil a sus intereses. A la muerte de Federico II en 1250, el papa Inocencio IV no reconoció a su hijo Conrado IV, y reafirmó su inclinación por Guillermo, al que Colonia y Frankfurt trataron con displicencia. Su sucesor en el pontificado Alejandro IV (1254-61) mantuvo la misma línea. Conrado y Guillermo se combatieron entre sí. En el área renana se formó una liga de ciudades para preservar la paz.

                A la muerte de Conrado IV en 1254, los partidarios de los Staufen se podían decantar por el hijo de aquél, Conradino, o por Manfredo, el ilegítimo de Federico II. Ninguno de los dos tuvo éxito finalmente, y al caer muerto en batalla con los frisones Guillermo II (entonces reducido a un señor del bajo Rin) en enero de 1256 se planteó una nueva opción.

                El hijo de Beatriz de Suabia y de Fernando III de Castilla, Alfonso X encabezaba uno de los reinos más fuertes de la Cristiandad, recientemente acrecentado con grandes victorias. En 1255 el papa reconoció a su hermano Felipe, tras no pocos esfuerzos, el ducado de Suabia, de gran importancia en el Sacro Imperio Romano. El mismo don Felipe contrajo matrimonio con Cristina, la hija del rey de Noruega.

                Con semejantes bazas dinásticas y diplomáticas, la historiografía alfonsí se complació en referir la embajada de Pisa (dentro del área de influencia imperial en Italia), dirigida por Bandino di Guido Lancia, en marzo de 1255 a Soria, donde se encontraba Alfonso X, para ofrecerle el título de rey de romanos, que se consagraría oficialmente como emperador por la coronación papal. De esta manera pensaban los pisanos defender mejor sus intereses frente a sus rivales. En septiembre de aquel año, Marsella siguió los pasos de Pisa.

                Mientras tanto, en el Sacro Imperio, la situación era confusa. Se ha reprochado a Federico II con sus grandes aspiraciones políticas de franquear el poder de los grandes señores alemanes, en contraste con su gobierno más autoritario en el reino de Sicilia. Tras no pocas controversias, en las Dietas imperiales de junio y septiembre de 1256 se decidieron que escogieran al emperador siete grandes electores: el arzobispo de Tréveris, el de Colonia, el de Maguncia, el conde palatino del Rin, el duque de Sajonia, el marqués de Brandeburgo y el rey de Bohemia.

                Tales electores se decantaron por un emperador foráneo y con dinero, que no les creara grandes complicaciones en el Sacro Imperio, con un importante patrimonio capaz de reforzar su poder. El 13 de enero de 1257 se procedió a la elección imperial en Francfort. Por Alfonso se decantaron el arzobispo de Tréveris y el duque de Sajonia. Sin embargo, el arzobispo de Colonia, al que no se le permitió entrar en la ciudad, eligió junto al conde palatino del Rin al acaudalado e inquieto Ricardo de Cornualles, hermano de Enrique III de Inglaterra.

                No se arredraron por ello los partidarios de Alfonso X. El Domingo de Ramos de 1257, un primero de abril, el de Tréveris logró el apoyo de Sajonia y Brandeburgo gracias al pago de 200.000 marcos de plata a cada uno. De la importancia de la suma da idea que el patrimonio imperial, desperdigado por varias zonas, rindiera a duras penas unos 9.000 marcos. El de Bohemia, de gran poder regional, se inclinó en ese momento por el partido alfonsí.

                A 15 de agosto de 1257 una delegación de sus seguidores en el Sacro Imperio le notificó a don Alfonso su elección en Burgos. Aceptó, según dijo por consejo de los reyes de Francia, Hungría, Aragón, Portugal y Navarra, y procedió a nombrar su propia corte imperial, con su senescal y su canciller. Parecía que el rey de Castilla y de León ya era emperador.

                La sensación era muy ilusoria. Alfonso X no había salido de tierras hispanas, y ante sí tenía unos problemas internos harto delicados, tanto en materia de autoridad como de ordenación económica tras los grandes avances de la Reconquista. Con otros condicionantes, Ricardo de Cornualles se proclamó en la significativa Aquisgrán, sede del imperio carolingio, rey de romanos el 17 de mayo de 1257. La diplomacia de su cuñada Leonor de Provenza hacia Luis IX de Francia y el papa terminó causando efecto. El rey de Bohemia también cambió de parecer. En el Sacro Imperio se combatieron los partidarios de Alfonso y de Ricardo, que solo visitó cuatro veces con brevedad el territorio imperial entre 1257 y 1269. En cambio, Alfonso no lo hizo en ninguna ocasión.

                Vencida por su rival Génova, Pisa abandonó la causa de Alfonso X, y Marsella siguió los mismos pasos tras haber caído bajo la esfera de Carlos de Anjou, el ambicioso hermano de Luis IX de Francia. Por si fuera poco, la política imperial exigía de los castellanos importantes sacrificios económicos. En las Cortes de Valladolid de 1258 se impuso un tributo duplicado, la moneda doblada, y en las de Toledo del siguiente año se abordó el llamado fecho del Imperio. En tal situación, el papa Alejandro IV apoyó decididamente a Ricardo de Cornualles, siempre a la búsqueda de un emperador más manejable para la Santa Sede, que al final no apostó por una rama más benévola de los Staufen para sus intereses.

                La postura papal no mejoró para Alfonso X a la muerte de Alejandro IV. Tanto Urbano IV (1261-64) como Clemente IV (1265-68) favorecieron los intereses franceses de los angevinos. Por aquellos años, el rey de Castilla tuvo que enfrentarse con una alarmante insurrección de los mudéjares de Murcia y de la Andalucía bética, secundada desde el emirato de Granada. Su yerno Jaime I de Aragón lo apoyó, tanto por ciertas aspiraciones como por ver peligrar las conquistas de las décadas anteriores.

                Entre 1268 y 1271 la Santa Sede estuvo vacante, sin titular, y entonces Alfonso se planteó la ida al Imperio. Para prepararla, se celebró en 1269 con fastuosidad la boda entre su hijo don Fernando y la de Luis IX, doña Blanca, en Burgos. Aquí se celebraron unas Cortes en la que se aprobó el servicio o concesión impositiva aprobada por sus representantes, verdadera novedad en Castilla, no muy contenta con las aspiraciones de su rey. Al final, la ida no tuvo lugar.

                El 1 de septiembre de 1271 Gregorio X fue alzado al pontificado, y el 2 de abril de 1272 murió Ricardo de Cornualles. Parecían darse, aparentemente, las condiciones para que Alfonso X consiguiera de una vez el imperio. Una vez más, el papado le dio la espalda en duros términos. En territorio alemán sus partidarios prácticamente se habían disipado, dada su ausencia.

                El 1 de octubre de 1273 los electores procedieron en consecuencia a la elección del entonces modesto conde Rodolfo de Habsburgo, ensalzado por la historiografía alemana nacionalista como el restaurador del orden público imperial, con la formación de un sólido patrimonio patrio con la incorporación de Austria y otras tierras y la persecución de los caballeros bandoleros, cuyos castillos fueron derribados. El fracaso de Alfonso X, pues, vino acompañado históricamente de la ascensión de una dinastía llamada a tener una gran importancia en la Historia de Europa. De haberse impuesto finalmente en el trono imperial, Alfonso hubiera tenido que arrostrar problemas tan graves como los suscitados por la disidencia nobiliaria en Castilla.

                Las aspiraciones alfonsíes habían quedado deshechas, aunque Gregorio X intentó suavizar ciertas aristas de su relación con el castellano para evitar problemas en Hispania e Italia, particularmente en Lombardía, donde Alfonso envió ayuda militar en defensa de sus partidarios. Alfonso X no asistió al Concilio de Lyon de 1274, pero en mayo de 1275 se reunió en Beaucaire con el papa. De lo que se deduce por las crónicas, logró la décima eclesiástica por seis años en momentos de aprieto financiero,  pero no pasó a Italia a ceñirse la corona lombarda y tuvo que renunciar a la monarquía de romanos.

                Fue algo que amargó personalmente a Alfonso X, al igual que la muerte de su primogénito don Fernando al siguiente mes de junio. Los años finales de su reinado, tan encomiado desde el punto de vista cultural con razón, se vieron entenebrecidos por la oposición nobiliaria, las cuestiones sucesorias alrededor de su hijo don Sancho y la irrupción de los benimerines en la Península.

                El fecho del Imperio ha sido enjuiciado con severidad por la historiografía española como una aspiración caprichosa poco atenta al bienestar castellano (por mucha invocación que se haga del título de emperador hispánico de algunos predecesores de Alfonso X), y considerado con poca atención por la alemana, como una opción más dentro del caos. De todos modos, algunas de las cuestiones que se ventilaron (importancia de los príncipes electores y de la actitud del pontificado, ambiciones de los reyes cristianos por el cetro imperial o disgusto de los castellanos por el proceder de su monarca) avanzaron las de 1519-20, precisamente con un Habsburgo sentado en el trono de Castilla.

                Bibliografía.

                A. Ballesteros Beretta, Alfonso X el Sabio, Barcelona, 1984.

       M. González Jiménez, Alfonso X el Sabio, 1252-1284, Palencia, 1993.

                H. Salvador Martínez, Alfonso X, el Sabio. Una biografía, Madrid, 2003.

                Víctor Manuel Galán Tendero.