ALMANZOR EL TAMBOR TOCÓ Y BARCELONA TOMÓ. Por Gabriel Peris Fernández.

09.11.2014 10:11

                Las independencias nacionales distan mucho de los maravillosos cuentos de hadas con los que algunos encantadores de serpientes tratan de encandilar a los ilusos. A veces se exalta a figurones de discreto pasar hasta la altura de las estatuas pétreas, no tan duras como la cara exhibida por algunos.

                La sangre del pobre Wifredo el Velloso ha sido vampirizada por todo género de malos bichos y ha ocultado una realidad que a los devotos del Catalunya serà cristiana o no serà no deja de horripilar. Toda la música celestial del Milenario no logró evitarlo. La balbuceante Cataluña de finales del siglo X encajó una doble derrota, una doble decepción.

                Vencida por los musulmanes de Córdoba y abandonada por los desconfiados francos. Buena manera de empezar. Pero vayamos por partes.

                Un 5 de mayo del 985 salió al frente de sus huestes el temible Al-Mansur: el hombre fuerte que dominaba al califa de Córdoba, el débil Hisham II. Ya había dado muestras de su arrojo militar contra leoneses, castellanos y navarros. Y ahora les llegaba el turno a los francos de Hispania que empezaban a convertirse en catalanes, unas gentes con las que se habían mantenido las buenas relaciones durante el califato de Al-Hakam II.

                Divididos en una serie de condados dependientes en teoría de la monarquía de los francos occidentales, intentaron hacer frente a la amenaza, que el primero de julio de aquel mismo año alcanzó las puertas de Barcelona, todavía protegida por sus muros romanos. A la vista de sus playas fondeó la armada andalusí, completando el dispositivo de ataque de tierra.

                A los seis días Barcelona cayó, sin que el conde Borrell pudiera hacer nada efectivo. Se cautivó a muchas personas, que marcharon como botín a Córdoba. A los seis meses los conquistadores evacuaron la ciudad condal, dejando quemados los ricos monasterios de Sant Cugat del Vallès y Sant Pere de les Puelles.

                Al-Mansur tuvo suficiente, pero Borrell y los suyos temieron nuevas campañas, como las encajadas por el tambaleante reino de León. No tuvieron más remedio que pedir ayuda al rey de los francos, durante tanto tiempo ignorado de facto, muy en la línea de la naciente Europa feudal.

                El atribulado abad de Sant Cugat del Vallès acudió solícito de enero a febrero del 986 al rey Lotario, que murió en marzo. En mayo del año siguiente le siguió a la tumba su hijo Luis. Ante la carencia de monarca, hombres como Adalberón de Reims promovieron la entronización del duque de Francia Hugo Capeto.

                Con una situación política interna delicada, Hugo no acudió precisamente presuroso a socorrer al temeroso duque de la Hispania Citerior, del que desconfiaba muy vivazmente. Borrell era devoto de Santa Bárbara cuando tronaba, y recibió tal respuesta de su protector:

                “En nombre del rey Hugo al marqués Borrell. Porque la misericordia de Dios nos confiere con total quietud el reino de los francos, determinamos con consejo y auxilio de todos nuestros fieles subvenir prontamente a vuestra inquietud. Si queréis conservar la fidelidad tantas veces ofrecida por legados a Nos o a nuestros antecesores –a fin que llegados a vuestro país no seamos burlados con la vana esperanza de vuestra ayuda-, tan pronto sepáis que nuestro ejército acampa en Aquitania vengáis a nosotros con poca gente para confirmar la fidelidad prometida y guiar al ejército por el camino conveniente. Si preferís hacerlo así y obedecernos más pronto a nosotros que a los ismaelitas, enviadnos legados antes de la Pascua que nos aseguren vuestra fidelidad y os puedan dar noticias precisas de nuestra ida.”

                Borrell no envió a nadie, y Hugo no fue a Aquitania. A partir de ese momento se prefirió ignorar toda referencia a los reyes francos en la documentación oficial. O sea, una forma de proclamar la independencia es constatar que no le importas a nadie, pues sólo eres un problema y un plomo. ¡Gloriosa manera de empezar!