CHINA Y LA MISIÓN PROVIDENCIAL DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

19.08.2023 10:35

               

                La Monarquía hispánica se encontraba en 1646 en una situación ciertamente delicada. Todavía no había finalizado la guerra en el Sacro Imperio, los insurrectos catalanes proseguían su oposición con la ayuda militar de Francia, los dominios de Portugal se habían separado y no habían cesado los combates con los holandeses. En otros reinos de la Monarquía también se temieron y finalmente se produjeron alteraciones contra la autoridad. En tan agitado momento, llegó al obispo de la novohispana Puebla de los Ángeles, Juan de Palafox, las noticias de una polémica que todavía podía complicar más la situación.

                Ni corto ni perezoso, el 15 de agosto de 1646 cogió la pluma y escribió un verdadero memorial al rey Felipe IV, un memorial digno del caído conde-duque de Olivares. No era para menos, pues era algo de gran importancia para el celo cristiano del monarca: la conversión de almas en la también agitada China, que iba siendo conquistada por los manchúes.

                En la segunda mitad del XVI, los jesuitas habían tratado de evangelizar China, tarea a la que se sumaron franciscanos y dominicos a fines de aquel siglo. Mientras éstos procedían especialmente de Castilla, aquéllos venían de Portugal. Felipe II se había convertido en 1580 en rey de ambas coronas, que conservaron sus propias instituciones, sus identidades y rivalidades.

                En la evangelización de China también saltaron las diferencias, que se agrandaron por razones doctrinales. Franciscanos y dominicos acusaron a los jesuitas de difundir el mensaje cristiano de muy mala manera. No instruían a sus neófitos en los misterios dolorosos de Cristo, ocultaban la imagen del crucificado, dispensaban de ayunos y de la abstinencia de carne, no obligaban a oír misa los días de precepto o a confesar y comulgar al menos una vez al año. Por otro lado, toleraban que los chinos asistieran a sus ritos y visitaran sus templos.

                Tales métodos habían dado buenos resultados, y los gobernantes chinos llegaron a entablar buenas relaciones con los jesuitas, apreciados por sus saberes y habilidades técnicas. El éxito enconó la rivalidad con las otras órdenes desde la década de 1630, que se acrecentó aún más con la separación de Portugal en 1640.

                Comenzaba la polémica de los ritos chinos, que tanto agitó la Iglesia católica en Asia. Franciscanos y dominicos denunciaron ante la audiencia de Manila a los jesuitas, que no dudaron en responder. Ambas partes escribieron sesudos tratados defendiendo su posición. La controversia llegó a la Roma de Urbano VIII, un papa nada amigo de la hegemonía española en Italia, pero que prudentemente no reconoció al nuevo rey de Portugal. El delicado tema pasó de la congregación de la Inquisición a la de la propaganda de la fe.  

                Hasta Roma se desplazaron representantes cualificados de ambas posturas, con experiencia evangelizadora. El dominico Juan Bautista Morales pidió el apoyo de los religiosos del Consejo de Indias, que no dudó en consultar a un sorprendido Palafox en 1646, cuando las noticias de la controversia habían dado la vuelta al mundo tras unos cuantos años.

                El malestar de Palafox fue notorio. Nadie le había informado hasta el momento, a pesar de la comunicación anual del galeón de Manila desde el puerto de Acapulco, mientras en Filipinas la controversia crecía, corrían nuevas apologías que dilataban la cuestión y se divulgaban noticias ingratas. Temía el obispo que la polémica saltara a la Nueva España, donde los franciscanos tenían encomendada la conversión de Nuevo México y la de Sinaloa a los jesuitas.

                Partidario de la acción, Palafox se quejó de la falta de respuesta del rey tanto en Filipinas como en la santa sede. Ante la rebelión de Portugal, Felipe IV debía comisionar al inquisidor general y el Consejo de Indias respaldar sus decretos.

                En este caso, recomendó ponerse al lado de franciscanos y dominicos, mucho más allá de por razones nacionales. Era preferible asegurar la fe en términos más rigoristas, por mucho que los chinos se opusieran con vivacidad. Opinaba que la polémica del Cristo en la cruz podía originar nuevas disputas religiosas e incluso herejías dentro de la Monarquía hispánica. ¿Por qué no aplicar en Nueva España los procedimientos más acomodaticios de los jesuitas? ¿En qué posición quedarían los católicos filipinos ante los enemigos protestantes y musulmanes? El baluarte español del catolicismo quedaría, en consecuencia, desarbolado y en entredicho la misión providencial de la Monarquía.

                Felipe IV, a pesar de la insistencia de Palafox, no se mostró particularmente combativo, ya que otros problemas le inquietaban. La resolución de la cuestión de los ritos chinos no discurriría finalmente por los canales españoles, sino por los pontificios, dejando tras de sí una mala imagen de los jesuitas.

                Fuentes.

                ARCHIVO GENERAL DE INDIAS.

                Filipinas, 86 (N. 6).