DE LA ESPADA A LA PALABRA, LA INDIA DE ASOKA. Por María Berenguer Planas.

07.01.2015 06:47

 

                Cuando los conquistadores macedonios llegaron al subcontinente indio modificaron su Historia. Algunos autores han venido comentando desde hace tiempo que introdujeron la noción de imperio o Estado autoritario con grandes pretensiones de dominio territorial. En el siglo III antes de Jesucristo los asiáticos ya se mostraron discípulos aventajados de los europeos, al igual que los japoneses decimonónicos. Chandragupta fue capaz de imponerle un acuerdo favorable al asediado Seleuco I en el 302 antes de Jesucristo, fundando el imperio maurya.

                Esta forma de ver las cosas pasa por alto muchos elementos. La India ya disponía de Estados tan jerarquizados como ordenados antes de la llegada de Alejandro Magno y los suyos. El influjo de la Persia de los Aqueménidas, por otra parte, fue muy notable en el territorio del actual Pakistán.

                Bien podemos decir que Chandragupta, creador por razones obvias de un gigantesco ejército si damos crédito a las cifras del embajador Megástenes, se comportó a su manera como uno de los diadocos alejandrinos. La destrucción del primer imperio persa y la disolución del macedonio le dieron la deseada oportunidad de expansionar su autoridad.

                Según algunas versiones el primer emperador indio cayó a manos de uno de sus hijos, el ambicioso Asoka, que empezó a gobernar allá por el 272 antes de Jesucristo. De temperamento fogoso, decidió emprender la conquista de Kalinga. La campaña cobró fama de especialmente sangrienta hasta el extremo de teñir los ríos de rojo. Se ha sostenido que unas 150.000 personas fueron cautivadas y muertas otras 100.000. Muchos huyeron en una cifra indeterminada hacia el Sur. Podemos dudar de ellas, pero no de la magnitud del conflicto, que finalizó en el 261 antes de Jesucristo.

                Un gobernante como Gengis Khan hubiera aceptado de buena gana el número de bajas a cambio de la ampliación de su imperio, pero Asoka lo deploró, pese a poder alinear una fuerza de hasta 600.000 guerreros si seguimos a Megástenes. Quizá los Estados indios no estaban acostumbrados a tal género de guerra a muerte, conformándose con un enfrentamiento más caballeresco que en el fondo buscaba concertar un pacto con el adversario.

                De todos modos es bien segura la influencia del budismo en Asoka, pues llegó a convertirse en un upsala o discípulo laico de las enseñanzas de Buda. En el 240 antes de Jesucristo, es más, convocó una solemne reunión budista (concilio llamado por algunos) en Pataliputra, que afinó aspectos esenciales de esta religión. Este Constantino indio envió a grupos de misioneros para que dieran a conocer el budismo por todos los países conocidos, alcanzando las tierras de las monarquías helenísticas del Oeste, lo que no dejó de tener gran impacto en el nacimiento del gnosticismo cristiano.

                Al incidir sobre cuestiones de conciencia en muchos casos, sus decretos grabados en piedra alcanzaron un enorme reconocimiento, superando incluso sus logros administrativos. Recibió un Estado que regulaba muchas cosas y ordenaba demasiado a sus súbditos en materia de producción y comunicaciones, en la estela del posteriormente conocido como despotismo asiático, con la intención de recaudar cuantiosos tributos. El ejército con muchos mercenarios resultaba muy caro.

                El budismo de Asoka no se orientó hacia el reformismo social, aminorando el sistema de explotación fiscal enunciado, sino hacia la mejora personal respetando las jerarquías sociales establecidas. Su imperio en realidad fue una amalgama de principados y poderes locales unidos por una combinación de temor e interés, pese a llegar a dividirlo en un dominio directo propio alrededor de Magadha, y cuatro gobiernos dependientes o virreinatos de Pendjab, Malava, Kalinga y Deccan.

                A la hora de la verdad toda esta cadena de servidores y subordinados en grado variable, harto volátil, era minuciosamente supervisada por agentes de la autoridad personal de Asoka, que tenían acceso directo a él en cualquier momento de urgencia, asemejándose en este caso su imperio al del Rey de Reyes persa auxiliado por sus ojos y oídos en los momentos de plenitud. Tal sistema estuvo llamado a perdurar en el continente asiático, y con las lógicas variantes lo volveremos a encontrar en el Japón del shogunato del siglo XVII con su grupo de inspectores de los grandes señores o junkenshi.

                Asoka fue contemporáneo de otros conquistadores del Viejo Mundo, los romanos, que entre el 272 y el 226 antes de Jesucristo tomaron Tarento, pusieron pie en Sicilia, derrotaron a los cartagineses en el transcurso de la I Guerra Púnica, se enfrentaron con éxito a los ilirios y lanzaron un fuerte ofensiva contra los celtas del Po. Nunca deploraron la muerte de seres humanos ni su cautiverio. Su aristocrática república fue muy capaz de poner en pie poderosos ejércitos cívicos y de incardinar a su dominio a través de acuerdos federativos a sus adversarios de la víspera. Crearon un imperio llamado a durar y a ser gobernado con el tiempo por autócratas de temperamento muy variado, a diferencia del imperio de Asoka, que se deshizo a su muerte. Sus fallas institucionales no deben de ocultar su triunfo espiritual, pregonado en la construcción de las primeras stupas circulares de piedra del budismo. A su modo bien podemos decir que el reino de Asoka no terminó siendo de este mundo.