DOS MONARCAS POCO CONVENCIONALES, FEDERICO II Y ALFONSO X. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

29.12.2014 09:36

 

                En la Plena Edad Media de un rey se esperaba que fuera buen guerrero y justo, dejándose aconsejar por sus barones y manteniéndose obediente a los dictados eclesiásticos. Cuando conquistaba alguna tierra en nombre de Dios su fama se acrecentaba extraordinariamente. Había sido un gran monarca.

                Guillermo de Normandía en el siglo XI y Jaime de Aragón en el XIII fueron reyes conquistadores, y Fernando III de Castilla y Luis IX de Francia santos. Evidentemente también hubo monarcas denostados como Juan sin Tierra, incapaces de imponerse a sus teóricos vasallos. Todos ellos tuvieron en común su carácter convencional según los usos de su tiempo, algo que no compartieron ni el emperador Federico II ni Alfonso X.

                Tanto el emperador romano-germano como el rey sabio de Castilla fueron hombres inteligentes, celosos de su alta autoridad y grandes amantes del conocimiento. Nunca su gusto por la cultura los hizo débiles al estilo de Enrique III de Inglaterra. Las invectivas del padre Mariana contra Alfonso X no son correctas.

                Tanto Federico como Alfonso supieron apreciar el valor de la cultura islámica y judía, pese a creer en la superioridad del cristianismo. En Toledo el rey castellano protegió la labor de los famosos traductores, y en el conquistado reino de Murcia intentó atraerse a los sabios musulmanes más renombrados. Federico valoró el legado islámico en Sicilia, supo llegar a un acuerdo satisfactorio con los poderes islámicos en su diplomática cruzada de 1228-29 (sin duda la más inteligente de todas), y protegió a las comunidades judías alemanas tras los hechos violentos de Fulda en 1236. Tal actitud no los convirtió en gobernantes ecuménicos, sino en políticos astutos afanosos de fortalecer su poder con otros elementos, no dudando en atacar a los musulmanes cuando así les convino.

                Ambos se enfrentaron a sucesores de carácter más convencional, como Sancho el Bravo y Enrique VII, que tras ser humillado y tratado con gran severidad por su padre Federico murió prisionero en el 1242. Muchos hombres de su tiempo no entendieron a sus extravagantes señores.

                Bajo este punto de vista Federico II fue mucho más lejos que Alfonso X, que en 1284 murió en medio de una notable oposición política a su persona. El emperador fue excomulgado en distintas ocasiones por sus rivales papales, la última en 1239, lo que condujo a su deposición en 1245 por Inocencio IV y a ser considerado el mismísimo Anticristo por sus enemigos.

                Desde esta perspectiva podemos entender que Federico II fuera acusado de practicar crueles experimentos con niños y seres humanos indefensos, propios de un diabólico hereje, empañando su gusto por la medicina, las matemáticas y la zoología. Apasionado de la cetrería, a la que consideró una verdadera ciencia, Alfonso X también plació de la caza, pero su obra se orientó en un sentido más literario e historiográfico que la del polémico emperador.

                A veces la investigación ha visto preferencias simbólicas por un número, cargadas de ocultos significados, tanto en uno como en otro, pese a ser una cuestión tan resbaladiza como discutible. Federico II plasmó en la octogonal Castel del Monte su pasión por el ocho, que en Alfonso X se decantaría por el siete.

                Las Siete Partidas, de cuya autoría alfonsí ha dudado algún investigador, fueron unas leyes de inspiración romanista que sobrepasaron con mucho las de un reino como el castellano, saturadas de filosofía política, y orientadas hacia un futuro de plenitud de la potestad real. Definen a la perfección el regnum o el alemán Reich: la extensión a todo Occidente de la autoridad patrimonial de un monarca erigido en emperador.

                En este punto Alfonso X sobrepujó al Federico II de las Constituciones de Melfi de 1231, que sólo afirmaron el poder del monarca sobre sus vasallos del reino de Sicilia, acrecentando los instrumentos y el alcance de la justicia regia. El rey sabio merecería más que el Hohenstaufen la consideración de creador intelectual del absolutismo, según la perspectiva de Burckhardt, la de un gobernante autoritario occidental que emplea métodos orientales de gobierno.

                Quizá así podamos entender las razones que movieron al hijo de Beatriz de Suabia a enfrascarse en el fecho del Imperio, tan atribulado tras la muerte en diciembre de 1250 de un Federico II que fuera considerado el estupor del mundo y posteriormente admirado por Dante.