EL ARRANQUE DE LA EDAD MEDIA Y EL AGOTAMIENTO DEL ESTADO FISCAL. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

06.09.2025 12:10

 

               Los tributos y su imposición definen las relaciones de poder, arrojando luz sobre la verdadera naturaleza de un Estado. Los grupos dominantes de la Antigüedad consiguieron en numerosas ocasiones imponer su autoridad y cobrar tributos a poblaciones sometidas en diverso grado. Desde este punto de vista, se puede hablar con todas las limitaciones y variaciones que se quiera de un Estado fiscal desde Sumeria a Roma.

               Tal Estado fiscal se diferenciaría de otro, cuya principal fuente de abastecimiento de riquezas fuera la posesión de tierras, más propio de los comienzos de la Edad Media en buena parte de Europa Occidental. Aunque generalmente el primer Estado acostumbra a ser más rico, alguien como Carlomagno llegó a disponer de más riqueza que la emperatriz bizantina Irene en el 800. Sin embargo, las estructuras fiscales gozan de la ventaja de ser más resistentes y pueden evitar el riesgo de disgregación territorial en mayor medida.

               Ninguna aristocracia de la Antigüedad Tardía o de la Alta Edad Media podía pasar por alto la forma del Estado, ya que en los de carácter fiscal se limitaba más la autonomía campesina, a la par que se impulsaba el intercambio mercantil. No obstante, la recaudación de impuestos siempre ha sido difícil, y se ha requerido un buen motivo para preservarla. Los romanos lo encontraron en el mantenimiento de su ejército y en abastecer a sus principales ciudades. Lo que supuso a los Césares mantener a sus legiones no fue nada baladí, ni fácil de esclarecer para la historiografía. Una carga militar excesiva pudo estar en el origen del declive romano, aunque el imperio acreditó a lo largo del tiempo una extraordinaria capacidad de resistencia e incluso de adaptación.

               Para dar una respuesta lo más fiable posible, con los datos disponibles, se ha intentado calcular el dispendio imperial por soldado.  En la primera mitad del siglo I un legionario romano percibía al año 900 sestercios. Además, recibía gratificaciones con motivo de ciertas conmemoraciones, y al licenciarse se le pagaba el equivalente del salario de trece años de servicio. Nos haremos una idea más cabal de su poder adquisitivo si consideramos que su retribución anual doblaba la del mínimo de subsistencia de una familia de cuatro personas, a razón de tres sestercios por un modio de trigo, de 6’ 6 kilogramos.

               Con tales cifras, K. Hopkins ha estimado que a mediados del siglo I el poder romano destinó unos 445.000.000 de sestercios anuales, pues en el siglo siguiente el ejército romano alcanzaría los 375.000 hombres, al menos. Sin embargo, R. Mac Mullen ha reducido el dispendio a 315.000.000 de sestercios, al no considerar retribuciones como las del licenciamiento.

               En verdad, el mantenimiento del ejército supuso el mayor gasto del imperio, y Augusto tuvo que imponer nuevos tributos para atender a los pagos de los licenciados. Las subidas salariales, además, fueron seguidas de la devaluación de las monedas de plata. La carga resultaría todavía más intolerable cuando se terminaba de conquistar un territorio o se destinaban sumas crecientes de una provincia a otro destino. Tampoco muchos de los recaudadores y de sus colaboradores se condujeron con moderación y justicia, pues impusieron cantidades mayores a los contribuyentes, ganando más de los suficiente para prestar dinero a intereses usurarios, con los que buscaban ampliar sus bienes inmuebles.

               Tal valoración pesimista ha sido muy relativizada por K. Hopkins al defender que la carga del ejército no supondría más allá del diez por ciento del PIB de un imperio de unos cincuenta millones de habitantes. Por otra parte, el requerimiento de nuevos y mayores imposiciones determinaría a muchas poblaciones a ganar más riqueza, lo que estimuló la economía romana a través de una verdadera red comercial de ciudades. Mantener al ejército tuvo consecuencias que fueron más allá de los campos de batalla.

               En los reinos romano-germánicos el dispendio militar dejó de ser sufragado en gran medida con los impuestos, al vincularse la prestación militar a la tenencia de tierras. Por el contrario, más tarde los conquistadores árabes optaron por fuerzas asoldadas.

               Los más poderosos no se opusieron a los impuestos, que les dispensaron buenos honorarios, traspasando el peso de la carga sobre espaldas menos afortunadas. Este género de evasores fiscales ofreció protección interesada a los contribuyentes más gravados, como sucedió en la Siria y el Egipto del Bajo Imperio. Cuando los árabes de Egipto prescindieron de su intermediación, se enfrentaron a duras revueltas campesinas en los siglos VIII y IX.  Además, la buena información es imprescindible para cobrar los impuestos con éxito, destacando las acciones de los recaudadores sobre el terreno.

                No debe olvidarse que las dimensiones alcanzadas por un Estado también tuvieron mucha relevancia. Roma se alimentó de las provincias de África y de Egipto la ciudad de Constantinopla. Con el declive imperial, los movimientos fiscales y de los suministros se localizó cada vez más. Entonces la demanda aristocrática destacó su importancia, justo cuando su riqueza mermó fatalmente en muchos territorios en comparación con el pasado.

               En vista del abatimiento del Estado fiscal hacia el siglo VI, los reinos romano-germánicos de Occidente trataron de reforzarse a través de tres procedimientos: el ceremonial cortesano de los visigodos, el de concentración de riqueza en la corte de los merovingios y el de la administración de justicia de los lombardos. Sólo los carolingios y los califas musulmanes llegaron a emplear los tres, al modo de los emperadores romanos.

               El reemprender el cobro de impuestos resultó más difícil de lo que pueda parecer, como demostraría el caso de Al-Ándalus. Los ataques vikingos animaron la imposición de exacciones para frenarlos en tierras como las de Inglaterra. Su reinicio marcó otra fase de la Edad Media, cuando la Antigüedad Tardía quedó muy atrás.

               Para saber más.

               Chris Wickham, Una historia nueva de la Alta Edad Media. Europa y el mundo mediterráneo, 400-800, Barcelona, 2016.