EL CARDENAL INFANTE, GENERAL Y GOBERNANTE DE LA ESPAÑA IMPERIAL.

19.11.2018 17:54

               

                El tercer vástago de Felipe III  destinado a la Iglesia.

                Don Fernando de Austria fue hijo y hermano de rey. A diferencia de su padre Felipe III y de Felipe IV, demostró poseer un carácter vivo, que desmerece el tópico de la decadencia humana de los españoles del siglo XVII. Se le destinó a la carrera eclesiástica y se le conoció como el cardenal infante o el infante cardenal. Como general alcanzó una brillante victoria en la guerra de los Treinta Años, aunque como diplomático y gobernante de los Países Bajos hispanos su andadura fue mucho más discreta. En su tiempo el imperio español hizo un gran esfuerzo, cuando sus rivales también pusieron al límite sus fuerzas, pero al final fracasó en su empeño.

                Venido al mundo en San Lorenzo del Escorial un 16 de mayo de 1609, alcanzó por voluntad paterna el arzobispado de Toledo a los diez años. El cardenalato también le llegaría pronto. En otras circunstancias, hubiera sido otro gran señor eclesiástico de la España de los Austrias, que como arzobispo toledano sostuvo distintos pleitos, a los que tan dados eran los castellanos de la época, y que dio constituciones sinodales en 1622 a su archidiócesis según lo dispuesto en el Concilio de Trento.

                La comprometida España imperial.

                En 1621 comenzó su reinado Felipe IV. Pronto se hizo con la égida de su gobierno el conde-duque de Olivares. Los círculos gobernantes españoles se encontraban a la sazón muy preocupados por el problema de la decadencia imperial, según el espejo de la antigua Roma, y creyeron que lo más oportuno era mantener alejados de la Península a los enemigos, a raya, en línea con una buena reputación. Los Habsburgo de Madrid debían de estrechar relaciones con sus primos de Viena y ayudarles a fortalecer su poder en el Sacro Imperio frente a los protestantes. Así también asegurarían la defensa de los Países Bajos hispanos, entonces gobernados por los archiduques, y presionarían a las combativas Provincias Unidas.

                Empeñado en aprovechar al máximo las fuerzas del imperio, cuando Castilla ya daba muestras de agotamiento, Olivares impulsó el proyecto de la Unión de Armas, que tan parca respuesta mereció. En las Indias españolas causó más de un quebradero de cabeza, y en los amenazados Países Bajos las cosas no fueron tan mal. Sin embargo, en la Corona de Aragón levantó graves temores. Se temió que el rey reservara a sus naturales el triste destino de los castellanos, especialmente en el principado de Cataluña. Allí la situación política se deterioró, y se confió no sin reservas su virreinato al cardenal infante en 1632. Tuvo buena acogida por parte de las autoridades barcelonesas, y quizá hubiera podido desbloquear la tensa situación.

                La partida a Italia.

                De todos modos, se le encargó el gobierno de los Países Bajos meridionales y tuvo que abandonar Cataluña. Su tía, la archiduquesa Isabel Clara Eugenia, reclamaba su presencia desde hacía tiempo, y ahora se encontraba próxima a la muerte y con unos Países Bajos que parecían a punto de perderse.

               Siguiendo la ruta del Camino Español, amenazado por las naves holandesas, llegó en la  primavera de 1633 a Génova, gran plaza financiera y esencial para la hegemonía española en la atribulada Italia. El cardenal infante, a diferencia de su real hermano, tuvo una vida andariega al modo de su bisabuelo Carlos V. Tuvo la asistencia de Francisco Manuel de Melo, corto de haberes según recordó al Consejo de Estado. A Génova llegaron los dineros necesarios para proseguir el camino y frenar a los enemigos de España.

                Desde el Consejo de Estado, dominado por la figura de Olivares, se siguieron con atención sus movimientos a través de la correspondencia del propio Melo. El cardenal infante no solo tenía que mantenerse alerta ante los movimientos militares y diplomáticos de los franceses, sino también ante los de los duques de Parma, Módena y Florencia, atentos a aprovechar toda oportunidad para acrecentar su poder con las ofertas de Francia. Con el duque de Saboya tuvo que emplear desde Génova el cardenal infante su propia diplomacia y escribió directamente a Felipe IV para informarle de la marcha de sus negociaciones. Una figura como la suya era tan atractiva como temida por los potentados italianos y el mismo círculo del conde-duque. Según Luis XIII, los aliados de Francia aflojaban su partido ante su presencia.

                El peligro sueco.

                Por entonces los suecos habían logrado grandes triunfos en el Sacro Imperio contra las  armas católicas. Se habían acercado a la Europa alpina con la ayuda financiera de Francia. La muerte de su rey guerrero Gustavo Adolfo en la batalla de Lützen (16 de noviembre de 1632) les había deparado un severo contratiempo, pero sus fuerzas todavía se encontraban en pie y en buena forma. La ruta entre Italia y los Países Bajos, el Camino Español, se encontraba amenazada.

                Don Fernando decidió actuar. Envió al duque de Feria al frente de parte de su ejército, pero se las vio contra las fuerzas coaligadas de la mano derecha del difunto Gustavo Adolfo, Gustavo Horn, y de Bernardo de Sajonia-Weimar. El español encajó sensibles pérdidas y más tarde murió de tifus. Los Habsburgo encontraron severas dificultades para rehacer sus fuerzas, pero el cardenal infante decidió avanzar. En el mes de agosto de 1634 pudo cruzar el Danubio y unió sus tropas a las de su primo Fernando de Hungría al Sur de Nördlingen, en Suabia, en manos de los suecos. El cardenal infante recibiría poderes de su regio hermano para coaligarse con el emperador, el rey de Hungría, los príncipes y las ciudades imperiales católicas. Los adversarios de los Habsburgo no habían podido impedir aquella reunión de fuerzas. Aunque el general Gallas desaconsejó el combate, los Habsburgo decidieron emprenderlo. Una gran batalla iba a ser librada del 6 al 7 de septiembre de 1634.

                Un gran duelo de la guerra de los Treinta Años.

                En aquella ocasión lucharon 20.000 soldados de infantería, 13.000 de caballería y 32 cañones del ejército de los Habsburgo contra otros 16.300 de infantería, 9.300 de caballería y 54 piezas de artillería de sus oponentes. Ambos ejércitos eran asaz heterogéneos, englobando a gentes de distintas nacionalidades. Sin embargo, el enfrentamiento ha pasado como el duelo entre los veteranos tercios españoles y el ejército sueco modelado por Gustavo Adolfo. En teoría, según se ha sostenido, se enfrentó la solidez defensiva hispana contra la nueva fuerza ofensiva sueca. En la novela picaresca La vida y hechos de Estebanillo González, vemos a su atribulado protagonista ir de un sitio para otro durante la batalla, temiendo al principio lo peor, aunque al final al grito de ¡Casa de Austria! termina arremetiendo contra el enemigo.

                Los suecos del ala derecha de Gustav Horn acometieron la posición izquierda de los imperiales, donde se encontraba Cervellón. No consiguieron su objetivo, pues encontraron una enconada resistencia. Allí, en la colina de Allbuch,  los tercios españoles rechazaron hasta quince cargas suecas. Entonces, desde el flanco izquierdo, Bernardo de Sajonia-Weimar atacó a los imperiales, que lo detuvieron. A continuación pasaron al contraataque. Los croatas, las fuerzas de Gallas y las del duque de Lorena acometieron al de Sajonia-Weimar. Los de Cervellón y Piccolomini cargaron contra la cansada derecha sueca a la par. Giraron hacia el Sur los imperiales para cortar la retirada enemiga pasado el río Rezembach. Gustav Horn cayó prisionero y los Habsburgo lograron una gran victoria, para muchos el último gran triunfo de los tercios en Europa.

                El cardenal infante demostró tener decisión, y se convirtió junto con don Juan de Austria en uno de los más destacados comandantes reales de los ejércitos de la España imperial. Al igual que el hermanastro de Felipe II, tuvo que vérselas en los Países Bajos con importantes dificultades militares y las susceptibilidades de la corte de la Monarquía tras haber alcanzado un sonado éxito.

                El gobernador de Flandes.

                Los Países Bajos eran la plaza de armas del imperio español en Europa. Desde los días de Felipe II, antes de la gran rebelión contra su autoridad, preocuparon a Francia, Inglaterra y a varios príncipes alemanes. Desde allí, los españoles podían atacarlos con facilidad como demostraron a fines del siglo XVI. La consolidación de las Provincias Unidas no había impedido la continuidad del dominio hispano bajo los archiduques Alberto e Isabel Clara Eugenia. A su muerte, el dominio directo revirtió en Felipe IV, que encomendó la gobernación a su hermano Fernando. El flamante gobernador y capitán general tenía el inconveniente que sus comandantes debían obedecer en última instancia las órdenes llegadas de la corte de Madrid. Supo moverse de todos modos con habilidad el cardenal infante.

                El 19 de marzo de 1635 el rey de Francia declaró la guerra al de España. Un heraldo francés llegó a Bruselas a tal efecto. La derrota de las fuerzas suecas impulsó a Richelieu a dar el paso tras un tiempo de guerra más o menos encubierta. Los Países Bajos hispanos quedaban atenazados entre las Provincias Unidas y Francia. Se había pensado habitualmente que el conde duque de Olivares había dado prioridad inicialmente al frente francés, dejando a un lado al holandés. Ahora bien, las derrotas suecas en el Sacro Imperio habían aproximado al área renana a las fuerzas de los Habsburgo de Viena. Los franceses podían ser amenazados desde allí, y los españoles podían descargar su principal golpe contra los holandeses, que anteriormente se habían avanzado posiciones.

                Entre el 30 de julio de 1635 y el 30 de abril de 1636 las fuerzas del cardenal infante combatieron por el fuerte Schenkenschans o Esquenque, verdadera cabeza de puente de invasión de las Provincias Unidas. Los españoles lograron tomarla, pero los holandeses volvieron a recuperarla tras duros bombardeos.

                Se ha puesto en relación la acción contra Francia del verano de 1636 con tal revés. Las tropas de los Austrias llegaron hasta Corbie y cundió la alarma en París. Las defensas francesas no se encontraban debidamente organizadas, y los españoles podían haber conseguido mayores resultados. A veces se ha presentado como una verdadera invasión del reino de Francia, pero se trató de una acción aislada, afortunada pero aislada. El mismo cardenal infante ordenó no proseguir las operaciones, pues su prioridad se encontraba entonces en el frente holandés. Cuando en 1637 se pensara desde Madrid en una ofensiva contra Francia, la oportunidad ya había pasado. Aquel año cayó en manos holandesas la icónica plaza de Breda.

                El cardenal infante, junto a su gobernador de armas el príncipe Tomás, encajaron una dura situación en 1638. Los franceses irrumpieron por Artois. Se libraron duros combates en Güeldres y se celebraron en la recuperada Amberes sentidos sufragios por los caídos. Al año siguiente tuvo lugar el desastre naval de Las Dunas, en el que la armada holandesa venció a la española. Las comunicaciones de los Austrias por el canal de la Mancha se vieron muy comprometidas, justo cuando sus enemigos amenazaban el Camino español.

                La guerra consumía notables recursos por ambas partes, y la reina madre de Francia, nada proclive a Richelieu, se ofreció en 1639 al cardenal infante a alentar el entendimiento entre Felipe IV y la duquesa de Saboya.

                En busca de una salida política y militar.

                El año 1640 fue aciago para la Monarquía hispana. Arras fue perdida entonces por las fuerzas del cardenal infante, acusado desde Madrid de quererse convertir en gobernante independiente de los Países Bajos con ayuda francesa.

                A finales de 1640 el poder militar español estaba seriamente comprometido por la insurrección en Cataluña y Portugal. Entonces el conde de Oñate acusó de tibieza de los caballeros aragoneses y valencianos para acudir al ejército real, cuando Castilla se encontraba agotada. Junto a las fuerzas de Navarra, era muy difícil que pudiera aguantar por mucho más tiempo.

                La diplomacia se desplegó para encontrar una salida a semejante atolladero. El nuncio apostólico trató en Paris una suspensión general de armas, una tregua que podía conducir a una paz más duradera, algo que también atrajo a Venecia. Los ministros españoles eran conscientes de la gravedad del momento, pero no quisieron renunciar al caro principio de la reputación, sin la que se perdería todo respeto. Conocedores de las diferencias dentro de la corte francesa, los españoles quisieron atraerse a sus príncipes. La esperanza no era vana, pues años más tarde estallaría la gran rebelión de la Fronda.

                El cardenal infante fue informado por el de Oñate de la estrategia negociadora. A este respecto fue más su cumplidor que su diseñador. Debía de desplegar sus esfuerzos en la Dieta imperial de Ratisbona. A la espera de la llegada de Francisco Manuel de Melo, destacó a Diego de Saavedra Fajardo, que se convertiría en una destacada figura de la diplomacia española. Se debería trabajar para reconciliar al emperador con los príncipes y Suecia a fin de formar un frente común contra Francia. Este ambicioso plan parecía poco realista, aunque se reconocían algunos puntos ciertos: el emperador Fernando III era más ambicioso y menos liberal que su predecesor, se debería tener en cuenta al duque de Baviera y a otros príncipes, los nobles que habían sufrido confiscación de bienes prolongaban la guerra interesadamente, y los suecos podían entrar en negociaciones a cambio de dinero, con la esperanza que evacuaran varias plazas alemanas y que su reina Cristina celebrara un buen casamiento. Se llegó incluso a pensar ofrecer a los calvinistas la reforma de la paz de Praga con tal de lograr un acuerdo.

                Desde Madrid se defendió el entendimiento con Viena, pues a la casa de Austria no convenía, según los ministros españoles, el menoscabo de la posición de Felipe IV en los Países Bajos, el territorio borgoñón y Milán, que podrían ser empleadas como palancas por los enemigos del emperador.

                Se pensaba que la tregua, que podía alargarse por seis años, serviría para poner en cintura a Cataluña y Portugal, que no deberían entrar en las conversaciones de ningún modo. Todo gobernante que las auxiliara se exponía a defender la idea de rebelión, que podría serle igualmente perjudicial. Libres de la presión francesa, las fuerzas de Felipe IV se reharían. La resistencia catalana fue menospreciada por el de Oñate, que consideró que con 30.000 soldados alojados en el Principado lo obligaría a contribuir. Incluso sobrarían unidades de soldados veteranos para someter a Portugal. Según su parecer, Felipe IV se convertiría en rey de España absolutamente y emularía al mismísimo Fernando el Católico, preclaro modelo de monarca.

                Fallecimiento y recuerdo del cardenal infante.

                Tales cábalas se hacían en la corte de los Austrias hispanos mientras el cardenal infante agonizaba. Murió un 9 de noviembre de 1641, según unos de resultas de una enfermedad que lo había ido minando, según unos pocos víctima de envenenamiento. Su fallecimiento ocasionó una agria disputa entre las dos ramas de la familia Habsburgo por el gobierno de los Países Bajos. El cardenal infante no presenció lo peor del derrumbe español, recientemente matizado por algunos historiadores, y su fama ha pervivido gracias a una serie de brillantes obras pictóricas.

                Sensible a los elogios, supo labrarse una imagen triunfal alrededor de Nördlingen. Los cuadros de Jan van dem Hoecke y de Rubens son bien elocuentes. Así le gustó ser recordado, aunque Gaspar de Crayer también lo retrató como cardenal. Fuera de su alcance estuvo detener el declive del imperio español, pero al menos presidió algunos de sus últimos días de gloria.

               Fuentes.

                ARCHIVO GENERAL DE SIMANCAS.

                Consejo de Estado, legajo 3591 (102 y 164) y 3592 (6).

                ARCHIVO HISTÓRICO NACIONAL.

                Consejo de Estado, 2865 (9) y 2880 (1).

                 Víctor Manuel Galán Tendero.