EL ESTADO LIBERAL EN TENSIÓN. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

18.07.2016 00:19

 

                Hoy es 18 de julio, una fecha enclavada en la médula histórica de nuestra Piel de Toro. Aunque nuestra guerra comenzó la tarde anterior, sobre las 17.00 horas, en territorio marroquí de nuestro antiguo Protectorado, el 18 se convirtió en el icono, primero de celebración por los vencedores, para los vencidos de lamento y para los presentes de severa reflexión a los ochenta años de su comienzo. La dolorosa Guerra Civil nos ha marcado mucho y en un día como hoy no está de más plantearse por qué nuestro Estado de Derecho entró en una quiebra formidable. Las aproximaciones pueden ser muchas e igualmente valiosas, pero nosotros nos hemos inclinado por la del Estado, el Leviatán del que se esperaron tantas cosas, y que no pudo realizar una evolución gradual desde el liberalismo elitista a la democracia liberal. En otras naciones de Europa acontecieron también terribles quiebras, pero la española fue notable.

                A finales del siglo XIX la nueva sociedad liberal-capitalista había manifestado una serie de apetencias. La promesa de prosperidad feliz de la antropología liberal no se había materializado para muchas personas. La cohesión social presentaba grietas muy claras. En perpetuo riesgo yacía la grandeza y el honor de la nación, mientras el desasosiego cundía entre numerosos intelectuales que trataban de acertar por qué el salto cuantitativo de la producción no había proporcionado una vida más auténtica, más acorde con la condición humana.

                En este momento crítico el Estado tomó la iniciativa frente a la mano invisible. Se volvió a reivindicar su función para poner orden más allá de lo reconocido por los liberales más puristas. Eugenio d´Ors abogó por el Estado imperialista o claramente intervencionista en las esferas de la vida pública. Otro catalán comprometido con el nacionalismo conservador, Cambó, explicó los orígenes de las variopintas dictaduras de después de la Gran Guerra a modo de intentos de doma de las díscolas sociedades de masas. Ortega clamó contra su rebelión como es bien sabido.

                El catalanismo y el novecentismo participaron a su manera del regeneracionismo, que intentó conciliar muchos elementos discordantes en exceso, máxime en una España donde la mejora de la vida ciudadana transitaba por las horcas caudinas de los ayuntamientos cobradores de los consumos y compinches de los poderosos locales. En el Madrid rompeolas de todas las Españas se dieron cita chicos de provincias con ansias de renovación claras.

                A grandes males, grandes remedios, se dijeron unos cuantos y el deseo de enderezar condujo nuevamente al autoritarismo, que terminó servido por unos militares que despotricaron de los políticos corruptos, algo que el franquismo emplearía a conciencia. En la hora del Cirujano de Hierro el golpe de Estado se disfrazó de pronunciamiento. Miguel Primo de Rivera se presentó como el salvador  de una España llevada a la ruina por el caciquismo. Recurrió al arsenal del liberalismo decimonónico que idolatraba el todo, la nación, y satanizaba la disidencia como horrenda parcialidad. El viejo espadón se encarnaba en el mencionado Cirujano, cuyo carácter temporalmente limitado, circunscrito al tiempo crítico, casaba bien con un dilatado Estado de Excepción que temporalmente suspendía la esencia de la Constitución de 1876.

                El lenguaje del régimen de Primo de Rivera se correspondió más con el de Narváez y O´Donnell que con el de la sociedad de masas  que tomó la palabra en 1917. No obstante, puso en marcha un capitalismo de Estado que anuncia el de la autarquía e incluso el de años posteriores. Es factible que su dictadura hubiera avanzado hacia formas claramente fascistas como las defendidas por su hijo José Antonio, pero su teoría legitimadora y sus apoyos evidenciaron sus límites cuando se cantó victoria en África. El dictador se encontró entre la figura del influyente rey Alfonso, el del borboneo, y las reclamaciones de la soberanía nacional, los grandes principios antagónicos de la Constitución dejada de lado: la histórica e inviolable monarquía y la soberanía nacional. A su modo el franquismo lo solventaría después acatando la monarquía a la muerte del dictador, cuando respondiera ante Dios y ante la Historia, y agitando cuidadosamente la idea del Movimiento. Primo de Rivera  no sobrevivió, a diferencia de Franco, a sus contradicciones. El fascismo italiano fue un modelo inalcanzable, sobre el que teorizaría su hijo, cuyos seguidores más consecuentes intentarían marcar el camino de Franco.

                Este militar conservador no dirigió una contienda como la II Guerra Mundial, en la que los Estados tuvieron que aplicar los principios de la planificación económica para vencer a su adversario, lo que alumbraría el Nueva Estado Industrial en Estados Unidos. Sus alianzas y sus conveniencias lo condujeron al campo del fascismo, que iría abandonando a lo largo de los años cincuenta por mor de su nueva alianza con los Estados Unidos, los enemigos de la totalitaria Unión Soviética. Los liberales conservadores recuperaron entonces el terreno perdido, aunque adaptándolo a los nuevos tiempos.

                Las dos dictaduras de nuestro atribulado siglo XX se justificaron ante la amenaza de una revolución socialista que desbordara el orden establecido y que, según su visión del mundo, extirpara el verdadero ser de España. Los socialistas ácratas y marxistas, pese a sus notables diferencias y discrepancias, procedían del pensamiento democrático radical decimonónico en última instancia, que en España tuvo su punto culminante en la I República, cuyo episodio más interesante fue el del cantonalismo desde la óptica ideológica. La Junta Soberana del Cantón de Cartagena había cruzado ya muchos puentes a primeros de octubre de 1873. Sus naves de guerra ya habían disparado contra otras localidades que se negaban a aceptar su ideario. La lucha provocó el agotamiento físico de las finanzas cartageneras y la exaltación psíquica de la guerra revolucionaria que quiere dar a conocer sus metas sociales para demostrar la justicia de su causa, al estilo de los ejércitos de la Convención francesa. Los cantonalistas quisieron hacer una revolución moral de los individuos, como postuló Roque Barcia, posible gracias a la educación pública y gratuita, en la que los maestros serían los nuevos apóstoles de una Era que desterrara la religión de las mentes por poco científica, cuando todavía se confiaba en el progreso científico y en la consumación de la Ilustración. Aquellas pasiones pasaron al mundo anarquista español.

                Todavía dentro del campo del liberalismo, los cantonalistas reconocieron el derecho de propiedad, aunque subordinándolo al bien social. El tema ya había surgido en la Francia de los jacobinos y los socialistas utópicos lo prosiguieron con distintos matices. En la Cartagena de 1873 se consideró válida la propiedad que fuera fruto del trabajo y no de la herencia. Esta última engrosaría el fondo de los bienes cantonales. En el fondo, las desamortizaciones habían navegado entre no escasos escollos cuando se trató de asegurar la propiedad privada. De ellas no nació en muchas regiones ninguna clase de pequeños propietarios que sentaran las bases de una sociedad más igualitaria. De esta frustración, aunada con la aspiración a una vida en la industria más justa, arrancaría el gran estallido revolucionario de 1936, finalmente desencadenado por el golpe militar.

            

                Desbordados por unos y por otros, los republicanos liberales sufrieron una derrota histórica en el aciago julio de 1936. Una parte de ellos procedía de los reformistas, como los que se agruparon alrededor de Canalejas, que no consiguieron cumplir sus deseos bajo la Monarquía y en parte de los republicanos más veteranos que habían ido convergiendo con ellos. “La juventud española no luchaba por una Monarquía sin rey. Quería destruir todo el viejo Estado. Hacer una revolución auténtica, horizontal y vertical. Sacudir la raza adormecida con un ideal generoso y un ansia de lucha ardiente, derribando prejuicios y vejeces. Meter a la clase obrera y a la clase media dentro del cuadro honroso de la Patria.” Así se expresaba un personaje de Agustín de Foxá, que recalcaba los deseos de renovación de muchos universitarios de los años veinte, vanguardia de la nueva España de comienzos de los treinta, llena de esperanzas. La II República por ellos ideada puso sobre el papel un Estado sólido y nada complaciente con la Iglesia Católica, casi una revitalización del antiguo liberalismo progresista, pero careció de un sólido cuerpo de funcionarios, de una cobertura de asistencia social extendida y de unas finanzas acordes con sus aspiraciones reformistas.

                Paradójicamente el desconfiado Franco alentó la creación de un cuerpo de funcionarios profesionalizado, que más tarde fue de gran ayuda durante la Transición en la gestión del día a día. A principios del siglo XXI el Estado español se había deshecho de una parte significativa de su sector público, al uso de las privatizaciones coetáneas, y de su ejército obligatorio. Con un sistema fiscal más sólido que el decimonónico y unas relaciones comerciales y financieras más diáfanas con el resto de Europa, el liberalismo español parecía haber alcanzado su cénit más allá de las instituciones parlamentarias. El estallido, esperado, de la burbuja inmobiliaria descubrió las contradicciones de una sociedad en la que los poderes locales han sido detentados por grupos clientelares que han manchado la vida pública con el baldón de la corrupción. Aquel Estado liberal albergó otro oligárquico, digno de un pasado anterior a 1808. Indiscutiblemente el gran reto de los españoles actuales reside en el espíritu que queremos imprimirle a nuestro veterano Estado.