EL HAMBRE DERROTA A LOS ROMANOS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

01.07.2015 22:29

                La hambruna, uno de los cuatro apocalípticos jinetes, ha castigado a los seres humanos en demasiadas ocasiones a lo largo del tiempo, casi de manera recurrente. Las sociedades más organizadas como la egipcia, la persa, la griega o la romana no consiguieron evitarla, pues sus capacidades productivas y su sistema social fuertemente polarizado impusieron unos límites muy severos. Algunos autores han aplicado el calificativo de subdesarrollada a la economía del brillante imperio romano.

                                                   

                Roma dispuso de importantes bazas, de todos modos, para paliar el hambre. Dominó ricas zonas agrícolas como Egipto. Dispuso de un notable sistema de calzadas y gozó durante décadas de tranquilidad en las aguas del Mediterráneo. Su administración fue en líneas generales previsora y organizó la distribución de pan entre la plebe en ciudades como la capital. Los emperadores y las autoridades locales fueron muy conscientes de la importancia de asegurar el suministro de alimentos para consolidar la tranquilidad social, pues del hambre nacían las revueltas, río revuelto en el que pescaban toda clase de ambiciosos.

                El punto débil de los sofisticados romanos residió en el espectacular crecimiento de sus ciudades, en el fondo uno de sus más conseguidos logros históricos. Los moralistas cargaron con dureza contra aspectos de la vida urbana, como el lujo y el derroche de recursos, recomendando una vida más retirada y morigerada. Olvidaron estos graves varones que no todos los habitantes de las ciudades nadaban en la abundancia ni se podían abandonar a los placeres. Las ciudades romanas contuvieron importantes bolsas de pobreza y de marginación social.

                         

                En la mitad oriental (o helenística si se quiere) del imperio el fenómeno urbano tenía unas raíces más profundas y frondosas que en el Occidente. Los problemas de suministro castigaron a ciudades como Antioquía y Edesa en el siglo IV de nuestra Era. La gran Roma, pese a su declive en provecho de otros centros urbanos, los acusó igualmente.

                Antioquía padeció hambre en el 362-3 y en el 384-5, Edesa en el 373 y en el 507, y Roma en el 376 y el 384.

                Entre sus causas hubo plagas tan temibles como la de la langosta que asoló Edesa en el 507, como la de la llegada de cortesanos pretenciosos y militares voraces, con los que tuvo que lidiar Antioquía en el 362-3. Los medios de producción y de comercialización quedaron ampliamente sobrepasados por estas circunstancias.

                Los romanos no llevaron a cabo ninguna reforma agraria en aquella época, ni tampoco concibieron ninguna revolución verde, y se enfrentaron a la hambruna con remedios tan bienintencionados como inservibles.

                Se pensó que fijando legalmente los precios, se conseguiría evitar el encarecimiento del pan, pero a la hora de la verdad sólo sirvió para comprobar el poder de los acaparadores y de los especuladores. Ante la merma de las reservas de grano, se decretaba la expulsión de los forasteros o peregrinos con escasa fortuna. Cuando la autoridad fallaba tan clamorosamente, muchos se pusieron en manos de gentes religiosas, que prometían esperanza y ofrecían caridad de manera particular. El asceta Efraím descolló en la hambrienta Edesa del 373. Vio el aspecto redentor de la hambruna e incitó a vomitar a los acaudalados.

                Los romanos no lograron derrotar la hambruna, pero en su favor hemos de decir que sus muchos sucesores históricos tampoco, recurriendo a sus mismas armas en tan penosa guerra en incontables ocasiones.

                Idealización de la Caridad al estilo clásico.