EL HORROR DE LA CONQUISTA CARTAGINESA DE SELINUNTE.
Enclavada en una encrucijada de caminos, Sicilia fue una isla tan codiciada como disputada desde la Antigüedad. Los griegos fundaron allí ciudades como Selinunte, que mantuvo relaciones de amistad y de hostilidad con otras polis helenas de Sicilia. En el 480 antes de Jesucristo decidió ponerse del lado de los enemigos de los griegos en la isla, los cartagineses, en un momento en el que los helenos de la península Balcánica se enfrentaban a vida o muerte con los persas. Las tropas de Selinunte llegaron a destiempo al combate, y los cartagineses fueron abatidos. En compensación, la ciudad acogió al comandante derrotado, Amílcar Magón.
En las siguientes décadas del siglo -V prosperó Selinunte, pero su rivalidad con la también helena Segesta subió de punto cuando se complicó con el curso de la guerra del Peloponeso. Al solicitar la primera la asistencia de la poderosa Siracusa, la segunda pidió la ayuda de la no menos fuerte Atenas. Los atenienses mandaron un importante ejército a Sicilia, que los siracusanos vencerían en el 413 antes de Jesucristo definitivamente.
Los gobernantes de Segesta no se quedaron cruzados de brazos, invocando igualmente la ayuda de los cartagineses, convertidos ahora en enemigos de sus aliados de antaño. Dirigidos por Aníbal Magón, tomaron y arrasaron Selinunte en el -409. El hecho fue referido con toda su crudeza por el también griego de Sicilia Diodoro Sículo en el siglo I antes de Jesucristo. Consignada en un tiempo de estrechamiento de lazos entre griegos y romanos, su descripción, especialmente atenta a la crueldad mostrada por los bárbaros cartagineses, parece justificar la no menos horrorosa destrucción de Cartago por los romanos en la primavera del 146 antes de Jesucristo. Los padecimientos de las víctimas resultaron pavorosos:
“Por fin, cuando la ciudad fue tomada por completo, no se oyeron más que terribles gemidos de los griegos y gritos de victoria y alegría de los bárbaros. Los primeros, indefensos, no veían ante ellos más que la muerte, y los vencedores, enfurecidos por su éxito, no respiraban más que asesinatos. Los selinuntinos reunidos en la plaza pública, habiendo intentado allí algún tipo de resistencia, fueron masacrados hasta el último hombre: inmediatamente después los cartagineses se extendieron por todas las calles y entrando en las casas, tomaron todas las riquezas y mataron a todos los que allí se encontraron. Al regresar a las calles, masacraron sin piedad todo lo que encontraron a su paso, sin distinción de rango, edad o sexo, niños, jóvenes, mujeres y ancianos. Algunos cortaron las extremidades de los miembros de los muertos, según la costumbre de su país, y llevaban varias manos colgando de sus cinturones; otros habían puesto cabezas cortadas en las puntas de las lanzas. Sin embargo, prohibieron matar a mujeres y niños que se habían refugiado en los templos, y esta fue la única excepción que su crueldad que se permitió. Esta reserva no parece, sin embargo, ser un principio de humanidad o de religión, pero temían que si estas mujeres y estos niños no esperaban encontrar su salvación en estos asilos, ellos mismos les prenderían fuego y se enterrarían en sus ruinas, y querían conservar el botín con el que esperaban obtener grandes riquezas. Porque la impiedad de esta nación era tan grande que mientras otros bárbaros perdonaban, por respeto a los dioses, a aquellos que se refugiaban en sus templos, los cartagineses perdonaban la sangre humana sólo para violar con mayor seguridad las moradas consagradas a los dioses. Al final del día, toda la ciudad había sido saqueada, todas las casas quemadas o derribadas, y todo el suelo estaba cubierto de sangre y cadáveres. Se encontraron más de dieciséis mil cadáveres y fueron llevados más de cinco mil esclavos.
“Los griegos que sirvieron en las tropas cartagineses quedaron profundamente afectados por esta desolación. Porque las mujeres, separadas de todos aquellos que podían conocer, pasaron aquella noche entre los insultos de los soldados y temieron otras cosas vez mayores. Algunas vieron a sus hijas dispuestas a casarse expuestas a tratamientos que no eran propios ni de su condición ni de su edad, pues los bárbaros, que no distinguían ni a uno ni a otro sexo, ni a los libres ni a los que habían nacido esclavos, les dieron una idea demasiada clara de lo que tendrían que sufrir en su cautiverio. También las madres que preveían todas las desgracias que les aguardaban en Libia, sintieron todo el peso de las humillaciones y maltratos que iban a sufrir con sus hijas, bajo amos cuya fisonomía salvaje y voz feroz les hacían temblar de antemano. Lloraron a sus hijos vivos y, sintiendo en lo más profundo de su alma las secuelas de todos los maltratos recibidos, desde entonces se sumieron en una desolación cuya causa se renovaba constantemente. Por el contrario, felicitaron a sus padres, a sus hermanos, a sus maridos que habían muerto luchando por su patria y antes de haber sufrido las afrentas a las que se vieron entregadas. Fueron sólo dos mil seiscientos selinuntinos los que tuvieron la suerte de escapar a Agrigento, donde encontraron tantos amigos y benefactores como ciudadanos. Pues los agrigentinos, por decreto público, compartieron con ellos su propio trigo, que les habían distribuido por medida en cada casa, recomendando además a todos los individuos que les proveyeran de todas las necesidades y todas las comodidades de la vida a las que ya habían tendido por su propia cuenta.”
Diodoro Sículo, Biblioteca histórica, Libro XIII. Site de Philippe Remacle, en línea.
Selección de Víctor Manuel Galán Tendero.