EL IMPOSIBLE REFORMISMO ISABELINO (1854-68). Por Víctor Manuel Galán Tendero.

05.09.2020 13:19

               

                El Bienio Progresista y sus problemas (1854-1856).

                La revolución de julio de 1854 ha sido considerada la versión española de la más genérica de 1848. Se inició como un pronunciamiento y terminó con la formación de juntas revolucionarias, captando la atención de un joven periodista, Karl Marx, cuyo Manifiesto del partido comunista había publicado en el 48.

                El general puritano O´Donnell, antiguo capitán general de Cuba, quiso intervenir en política y convenció a la caballería de Vicálvaro a levantarse. Las tropas del ministro de la guerra le obligaron a retroceder a Aranjuez y Manzanares, donde el joven Antonio Cánovas del Castillo hizo un vibrante manifiesto, que le ganó las simpatías progresistas.

                La insurrección cundió entre las guarniciones de Barcelona, Madrid y Valladolid. Juntas y milicias volvieron a ponerse en pie, animadas por grupos populares hartos de los consumos. El conde de San Luis cayó y Espartero fue llamado a la presidencia del gobierno, entrando triunfalmente en Madrid.

                Se convocaron Cortes constituyentes para elaborar una nueva Constitución, de soberanía nacional. Se debatió la libertad de culto para los no católicos, principio que quedó recogido en la Constitución non nata o no aplicada de 1856. Sin embargo, alzó tal revuelo que se rompieron relaciones con la Santa Sede. Los carlistas valencianas protestaron airadamente y se dieron contramanifestaciones de signo claramente republicano.

                La desarticulación de las Juntas, la prosecución del cobro de los consumos y el alza del precio del cereal por la guerra de Crimea suscitaron diversas protestas populares, como la protesta contra los consumos a principios de 1855 en Requena o la huelga general de Cataluña del mismo año, la primera en su género de la Historia de España, en la que se pidió el reconocimiento de las asociaciones obreras. Aparecieron banderas rojas y Espartero condescendió a atender sus peticiones.

                La obra económica del Bienio Progresista.

                Los equipos progresistas acometieron importantes reformas económicas, de gran trascendencia. Liberalizaron la actividad de las sociedades anónimas y de los bancos para facilitar la financiación, esencial para la actividad económica. Su Ley de Ferrocarriles atrajo la inversión de compañías extranjeras, de Francia y Gran Bretaña particularmente, prometiéndoles privilegios y subvenciones a cambio de tender nuevas líneas. En estas compañías tomaron también asiento destacados políticos españoles.

                Para lograr fondos para tales subvenciones y atender a otras necesidades, se acometió una nueva desamortización, la del ministro de hacienda Pascual Madoz (1855), que en esta ocasión recayó particularmente en los bienes municipales, los comunes (abiertos al aprovechamiento de todo el vecindario) y los propios o alquilados por el ayuntamiento para conseguir fondos, como dehesas, tiendas, casas, etc. Requena apenas contaba ya con bienes de propios en 1855, pues sus dehesas ya se habían parcelado y entregado a ciertos labradores a cambio de un canon. Sin embargo, conservaba los comunales de los Montes Blancos, en áreas como Los Pedrones, y al venderse muchos pequeños campesinos no pudieron llevar allí a pastar a sus ganados, recoger leña para el invierno o hierbas medicinales.

                El final del Bienio Progresista.

                Aunque medidas como las anteriores beneficiaran a todo hacendado, fuera progresista o moderado, las relaciones entre los políticos de distintas tendencias eran difíciles. O´Donnell aprovechó la conflictividad social, con la ayuda del general Serrano, para criticar en las Cortes el clima político bajo Espartero, al amenazar las masas la propiedad y la familia, según él. Instó a desarmar la milicia nacional con la intervención del ejército.

                El ministro de la gobernación, Escosura, advirtió a Espartero de los planes conspirativos de O´Donnell, que se enzarzó en una disputa contra aquél. Isabel II se inclinó por O´Donnell y un enojado Espartero dimitió.

                El 14 de julio de 1856, ya presidente, declaró el estado de guerra, cuando las Cortes habían iniciado sus vacaciones estivales. Algunos diputados se refugiaron en el Congreso, defendido por milicianos, pero al iniciarse el bombardeo del edificio se retiraron a sus domicilios. Espartero se negó entonces a dirigir a los milicianos nacionales, alzados en Madrid, Barcelona y Zaragoza. Creyó que ello pondría en peligro el trono de Isabel II y se retiró a Logroño. En Barcelona la resistencia de las barricadas fue encarnizada, con gritos a favor de la república democrática y social. La protesta miliciana fue aplastada y se puso fin a la experiencia progresista.

                Los moderados vuelven al poder (1856-1858)

                La Constitución de 1856 fue arrumbada antes de entrar en vigor y se restableció la de 1845, con un acta adicional para restar facultades a la corona. Se pretendió con ello ganar apoyos entre otros liberales, temerosos de la reacción democrática y popular. Se prosiguió la desamortización de Madoz, pero Isabel II terminó retirando su confianza en un baile palaciego a O´Donnell, entregándosela nuevamente a Narváez.

                Las malas cosechas de 1857 impulsaron la protesta campesina en puntos latifundista de Extremadura y Andalucía, en la provincia de Sevilla en particular, donde se quemaron registros de la propiedad. Narváez reprimió con gran dureza tales protestas y la reina tuvo que cesarlo para evitar un descontento mayor. Con unos moderados divididos, se volvió a llamar a O´Donnell a la presidencia.

                El Gobierno Largo de la Unión Liberal (1858-1863).

                O´Donnell era tan conservador como Narváez, pero más astuto. Supo rodearse de civiles capaces como Cánovas del Castillo y José Posada Herrera, el gran elector, que en 1858 organizó una de las elecciones más corruptas de la Historia de España, en las que su partido la Unión Liberal (fundado en 1854) obtuvo una clara mayoría. Aglutinó a moderados puritanos y progresistas templados o resellados, conformando una fuerza centrista, partidaria de la reforma administrativa y de las inversiones públicas.

                Aliada España de la Francia de Napoleón III, casado con la aristócrata granadina Eugenia de Montijo, se emprendieron empresas exteriores, pues O´Donnell las contempló como una forma de canalizar las ambiciones de los generales y de calmar ciertos conflictos internos, acudiendo a una retórica de exaltación nacionalista. Los bravos españoles, según la misma, combatían entre sí a falta de un enemigo común y exterior, malgastando las energías que los harían grandes una vez más.

                Entre 1858 y 1862 secundó España a Francia en Cochinchina desde Filipinas, sin lograr por ello nada en el área vietnamita. Muy popular fue la guerra de África, contra Marruecos, de 1859 a 1860, en la que brilló la figura del general Prim. Las presiones británicas rebajaron las expectativas del triunfo español. Entre 1861 y 1865 la república Dominicana volvió a formar parte de España por sus disputas internas, que llevaron al general Santana a pedir la reincorporación. Las guerrillas y la fiebre amarilla condujeron a su abandono definitivo. España también participó en 1862, junto a Francia y Gran Bretaña,  en una expedición contra México para cobrar ciertas deudas, mientras se libraba la guerra de Secesión norteamericana. Prim dirigió el cuerpo español, pero decidió retirarse de México al saber que los planes de Napoleón III pasaban por imponer a Maximiliano de Austria como emperador títere. En malas relaciones con Serrano, entonces capitán general de Cuba, su decisión fue muy criticada y contribuyó a romper la Unión Liberal tras varios años de gobierno. Prim retornó a las filas progresistas, con no escasa desconfianza de sus bases.

                Posteriormente, libraría España una estúpida guerra en el Pacífico con Chile y Perú de 1864-1866, en la que Méndez Núñez bombardearía el puerto de El Callao. En 1860, aprovechando tales distracciones exteriores, los carlistas hicieron una intentona en San Carlos de la Rápita (la Ortegada) con regimientos mallorquines, que al conocer que iban a apoyar la causa de Carlos VI se negaron a continuar. Al morir Carlos VI y su hermano, sus derechos pasarían al progresista infante don Juan, que renunció a favor de su hijo Carlos VII.

                El fracasado intento de pacto entre las familias liberales (1863-1864).

                Al destituir a O´Donnell, la reina se hubiera inclinado por Prim, pues le había agradado su gesto de independencia ante Napoleón III en México. Sin embargo, los progresistas (tanto los resellados como los puros) no desearon gobernar con unas Cortes con mayoría unionista.

                La reina confió entonces en el moderado marqués de Miraflores, que ofreció al progresista Olózaga hasta setenta diputados en las nuevas Cortes a cambio de renunciar a la milicia nacional y al principio de soberanía nacional. Su negativa, llevó al retraimiento progresista en las elecciones de septiembre de 1863.

                Distintos políticos moderados no consiguieron formar gobiernos estables y el poder volvió a recaer en septiembre de 1864, que intentó una política conciliadora, de alternancia con los unionistas.

                Los progresistas querían formar gobierno, el “o todo o nada”, y tampoco participaron en las elecciones de octubre de 1864. Además, se acercaron al ala liberal de los demócratas, la del profesor de historia Emilio Castelar.

                La crisis final del reinado (1864-1868).

                Narváez giró entonces hacia posturas más autoritarias y se encontró con problemas por varios lados. Desde el conservador, la reina se negó al reconocimiento del nuevo reino de Italia por la desposesión al Papa Pío IX de los Estados Pontificios. Su camarilla, la de los obstáculos tradicionales, salió a relucir en el debate público para mal. Por otro, la destitución de Castelar como catedrático de la Universidad de Madrid, por un artículo irónico sobre los bienes de la reina, desencadenó la rebelión estudiantil de la Noche de San Daniel del 10 de abril de 1865, secundada por progresistas y demócratas. Fue brutalmente reprimida.

                Se recurrió nuevamente al más dúctil O´Donnell, que no logró entenderse con los progresistas ni con Prim, que en su fracasado pronunciamiento de Aranjuez de 1866 intentó emular el de aquél en Vicálvaro en 1854, que le llevó al gobierno. El 22 de junio de aquel año, los sargentos del cuartel de San Gil se sublevaron, pero su represión fue considerada tibia por Isabel II, que volvió a llamar a un agotado Narváez.

                A nivel popular, la situación era tan desastrosa como a nivel político. En el mismo 1866 había estallado una fuerte crisis financiera por la falta de beneficios de las compañías ferroviarias, lo que comprometía la fortuna de más de un general y de un político apartado de las mieles del poder. Internacionalmente, la guerra de Secesión norteamericana había alimentado la recesión general. En esta España cada vez más expuesta a las tendencias mundiales, se produjo una crisis de subsistencias, de carácter más antiguo, en 1867-1868. El descontento popular cundía por doquier.

                El 16 de agosto de 1866 progresistas y demócratas de todas las tendencias firmaron el pacto de Ostende, en el que se prometía una asamblea constituyente elegida por sufragio universal masculino. A la muerte de O´Donnell en Biarritz en noviembre de 1867, se sumarían los unionistas dirigidos por el general Serrano.

                Pronto le seguiría a la tumba el general Narváez, quedando cada vez más sola la reina. En las conspiraciones entraría hasta su propia hermana Luisa Fernanda, esposa del duque de Montpensier, que ganó al almirante Topete a la causa. González Bravo fue recuperado como presidente de gobierno en aquellas circunstancias.

Cuando Isabel II veraneaba en San Sebastián le llegó la noticia de la insurrección en Cádiz en septiembre de 1868. Sus fuerzas fueron derrotadas en la batalla del puente de Alcolea. Se negó entonces Isabel II a abdicar en su más popular hijo don Alfonso por consejo de sus seguidores más conservadores, que le instaron a  resistir desde Francia, donde se exilió finalmente.

                Así se despidió de ella la revista satírica El cencerro: “Adiós, ingrato colchón; adiós, costal de patatas; adiós buque de tres puentes; adiós, galera con faldas. Permita Dios que te vea llena de pudres y sarna, no te acuerdes más de mí y dale un besito a Paca.”

                Para saber más.

                Nelson Durán, La Unión Liberal y la modernización de la España isabelina. Una convivencia frustrada, 1854-1868, Madrid, 1979.

                Josep Fontana, Cambio económico y actitudes políticas en la España del siglo XIX, Barcelona, 1975.

                Jorge Vilches, Progreso y Libertad. El Partido Progresista en la Revolución Liberal Española, Madrid, 2001.