EL INTERIOR DE LA NORTEAMÉRICA ESPAÑOLA BAJO CARLOS IV. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

31.07.2014 18:58

 

    Tras la guerra de la independencia de Estados Unidos los españoles prosiguieron su expansión en la América del Norte. Se tuvieron que enfrentar a las enormes distancias, a la hostilidad de varios pueblos amerindios y a la ambición de la naciente república angloamericana.

    Las provincias de Sonora, Nueva Vizcaya, Nuevo México, Texas y Coahuila (territorios en la actualidad entre México y EE. UU.) integraron desde 1776 la comandancia general de las provincias internas, dependiente del virreinato de la Nueva España. Cada provincia disponía de su propia singularidad, resultante de las peculiaridades de su colonización, pero a partir de 1790 se planteó en los medios oficiales españoles la separación de las provincias internas del virreinato. En 1792 los ministerios de la guerra y de hacienda impulsaron las oportunas pesquisas a través de una visita oficial. Se consideró la creación de una superintendencia subdelegada de la real hacienda, fundamental para la viabilidad económica de la nueva circunscripción. Se quería consolidar el corazón de la Norteamérica española.

    Los virreyes novohispanos se opusieron al amputárseles importantes áreas de colonización y de minería. Esgrimieron en 1794 la carencia de medios económicos de las provincias internas por sí mismas para oponerse a las naciones bárbaras de la frontera. Demasiado expuestas a las novedades de la Luisiana, carecían de los tribunales, magistrados y oficinas necesarios para la administración de tan complicado territorio.

    En 1803 los EE. UU. se hicieron con el dominio de la extensa Luisiana, y en 1804 una junta de generales encabezada por los mariscales de campo Antonio Samper y José Navarro, jefes del estado mayor de ingenieros y artillería, propuso a Godoy un plan para fortalecer las provincias internas, la gran asignatura pendiente planteada siempre en el peor momento.

    Se postuló dividir su mando en dos gobernaciones, la oriental y la occidental. Aunque de los medios económicos se habló poco, se detalló el despliegue militar a seguir, punta de lanza contra cualquier incursión angloamericana. Entre los regimientos novohispanos se formaría un cuerpo de infantería, complementado con otro de doscientos voluntarios peninsulares con quince años de servicio en el ejército, con inválidos hábiles con menos de cincuenta años y una compañía peninsular de artillería montada. Un ingeniero con dos ayudantes a su servicio supervisaría su establecimiento.

    En el territorio de Coahuila cercano al Paso se concentrarían al principio los efectivos, que se distribuirían primero por la franja litoral texana, la gran barrera geoestratégica, con la ayuda inestimable del gobernador de Cuba y del general del departamento de marina de La Habana. Desde allí subirían aguas arriba del río Grande del Norte y Colorado con la ayuda de botes y lanchas rápidas, capaces de aplacar los ataques amerindios.

    Se proyectó una colonización de militares y milicianos, digna de los tiempos romanos, de la que surgiría con el tiempo nuevas tropas y capaces administradores del territorio. Pero lo que le faltaba a la ajetreada España era tiempo para atender a aquel lejano confín de su imperio ultramarino. El despliegue militar del siglo XVIII fue capaz de plantar cara circunstancialmente a los pueblos indígenas, pero no se mostró lo suficientemente ágil para detener a los colonizadores angloamericanos. Los pronósticos del conde de Aranda se cumplieron, y los Estados Unidos quebrantaron al heredero del virreinato de la Nueva España, la república de México. Cuba ya no fue la retaguardia imperial de los españoles en América, sino su amenazada avanzada entre 1821 y 1898. Mientras tanto en las antiguas provincias internas las leyes de la frontera continuarían dictando las vidas de sus inquietas gentes.