EL JUEGO DE TRONOS DE LA GUERRA DE LAS DOS ROSAS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

23.12.2014 18:57

    Los ingleses hemos pasado ante el resto de los pueblos como unas gentes apacibles, predispuestas al razonamiento y al acuerdo, aptas para el parlamentarismo. Nuestra realidad histórica se asemeja más en verdad a los azares de Juego de tronos que a una evolución pacífica alejada de sobresaltos.

    A mediados del siglo XV habíamos perdido la guerra de los Cien Años y nuestro rey era el incapaz Enrique VI. Los capitanes afluían a Inglaterra en busca de compensaciones, ascendiendo la deuda del derrotado reino a 400.000 libras, una cifra colosal para la época. Las grandes familias aristocráticas, no pocas entroncadas con la casa real, creyeron que era el momento de hacerse escuchar.

    En ambiciones descolló Ricardo de York, rival encarnizado de Edmundo de Somerset en el Consejo. Como el desventurado Enrique VI no había engendrado un heredero, el de York reclamó con éxito la regencia en 1453, aunque su gozo fue a parar a un pozo como dicen los amigos españoles cuando al rey le nació un hijo, Eduardo.

    Ricardo no estaba dispuesto a ser despachado, y llamó al combate a todos sus partidarios. Si en 1455 se proclamó vencedor en la batalla de St. Albans, en la de Wakefield de 1460 encajó una temible derrota. Los lancasterianos podían sentirse ufanos. Sin embargo, el cachorro del caído Ricardo, su hijo Eduardo de la Marche, consiguió entrar en Londres y hacerse proclamar rey. Rubricó su triunfo en 1461 con la batalla de Towton. Enrique VI, su esposa Margarita de Anjou y su hijo Eduardo tuvieron que refugiarse en Escocia.

    El nuevo rey, Eduardo IV, era un tipo de carácter que no estaba dispuesto a dejarse conducir por su hombre de confianza el conde Warwick. Aquí no encontramos a ningún marqués de Villena triunfante sobre un desnortado Enrique IV, como sucedió en la Castilla coetánea. El de Warwick montó en cólera. Desde Francia rehizo las fuerzas lancasterianas gracias a los buenos oficios de Margarita de Anjou, y en 1470 invadió la atribulada Inglaterra. El deplorable Enrique VI fue repuesto el tiempo justo para demostrar su completa imbecilidad, que iba más allá de la senilidad, y no hubo más remedio que pensar en su hijo.

    Varón de energías y arrestos, Eduardo IV pactó con el duque de Borgoña para retomar el poder en Inglaterra, lográndolo tras la batalla de Barnet en 1471. Pudo reinar hasta 1483 fortaleciendo el poder del rey y protegiendo a los mercaderes, una política muy propia de las monarquías autoritarias de fines de la Edad Media.

    Todo parecía encarrilado, pero la guerra de las Dos Rosas, la blanca de los York contra la roja de los Lancaster, todavía tenía pendiente un episodio trascendental. El joven Eduardo V y su hermano fueron recluídos y asesinados en la Torre de Londres, de siniestro recuerdo, por el conde de Gloucester, que de protector pasó a coronarse rey con el nombre de Ricardo III en 1483. Su turbia figura inspiró al gran Shakespeare.

    Intentó congraciarse con los comerciantes al estilo de Eduardo IV, pero fue visto mayoritariamente como un tirano. Los lancasterianos volvieron a unirse, esta vez bajo el caudillaje del conde de Richmond, Enrique Tudor. En 1485 venció a Ricardo III en Bosworth, donde quiso cambiar su reino por un caballo.

    Una nueva dinastía se había hecho con el cetro inglés, capaz de aprovecharse del desgaste de los grandes linajes y de la ascensión de los pequeños caballeros y comerciantes Los Tudor, tan solicitados en el cine y en la televisión a través de Enrique VIII e Isabel I, no fueron excepcionales en la Europa de su tiempo, asemejándose a los Trastámara de Isabel y otros muchos. Ingleses y españoles somos gentes muy comunes y parecidas... y Juego de tronos no tan original.