EL PRÍNCIPE NEGRO EN HISPANIA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

26.11.2014 19:14

                

                Año de 1360. El rey de Francia había caído ante el de Inglaterra, que en la paz de Brétigny había logrado importantes dominios entre el golfo de Vizcaya y los Países Bajos. El inglés Eduardo III había confiado una acrecentada Aquitania a su heredero Eduardo, el llamado Príncipe Negro por su distintiva armadura.

                En Bayona atendió la petición de ayuda del destronado rey de Castilla Pedro I, que le prometió el señorío de Vizcaya y Castro Urdiales. Disponía de importantes contingentes de mercenarios a su disposición y la oportunidad de derrotar con gloria al aliado de Carlos V de Francia, don Enrique II de Trastámara, hermanastro del rey Pedro.

                El titulado rey de Mallorca lo seguiría en su empresa ibérica, además del de Navarra Carlos el Malo. Taimado político y gran magnate francés, el de Navarra sólo quería ampliar sus territorios sin grandes riesgos ni dispendios, jugando con doblez. Animó a Enrique II a que bloqueara los pasos pirenaicos ante el peligro, a la par que instó al Príncipe Negro a que los abriera con decisión. A la espera del choque, que desgastaría tanto a uno como a otro, pretextó estar retenido en una fortaleza por un caballero francés.

                El príncipe Eduardo no estuvo remiso en sus movimientos, y llegó a Vitoria. Enrique II lo aguardaba acechante en Santo Domingo de la Calzada. Pronto los trastamaristas se acercaron al campamento del inglés. Temía ser acorralado el Príncipe, y envió un grupo reducido de caballeros acorazados para que reconocieran el terreno en busca de un paso.

                La más numerosa y ligera caballería castellana les dio alcance, y los caballeros desmontaron para encaramarse a una loma, donde repelieron con éxito los sucesivos ataques de sus adversarios.

                Tras mantenerse una semana a la vista ambos ejércitos, el Príncipe emprendió una maniobra evasiva hacia el Este y el Sur hasta la riojana Navarrete. Por nada quería Enrique II que su rival se comunicara con Navarra o que se adentrara más en Castilla. Tomó posiciones contra el inglés en Nájera para cortarle definitivamente el camino.

                La batalla estaba servida, especialmente cuando el de Trastámara cruzó un arroyo que discurría de Norte a Sur para combatir en la llanura najerense. Cruzaron armas un 3 de abril de 1367.

                El comandante mercenario Bertrand du Guesclin recomendó a don Enrique que sus fuerzas no se precipitaran contra las correosas unidades del Príncipe, capaces de deshacer una carga de caballería. Lo mejor era que los hombres de armas avanzaran con sigilo a pie en vanguardia. En el centro de la formación Enrique II capitaneó directamente 1.500 caballeros. En sus flancos la caballería ligera de jinetes y los ágiles infantes complementaron su despliegue de 20.000 hombres.

                Eduardo esperó su acometida, distribuyendo a los suyos en tres líneas. En la delantera desplegó 6.000 guerreros entre arqueros y hombres de armas. Tres grupos de 4.000, con abundantes lanceros, en la media. Los gascones al mando del rey de Mallorca cerraban la formación. Ambos eran grandes ejércitos.

                Los dos chocaron. La caballería del castellano intentó rodear a sus enemigos, que dispararon una lluvia de flechas contra ella. El Príncipe mandó cargar con fuerza por el centro, y Enrique II no tuvo más remedio que escapar mientras sus fuerzas se deshacían.

                La gran batalla de Nájera arrojó al de Trastámara del trono de Castilla, que más tarde recuperaría en porfiada lucha contra Pedro I.

                El triunfante Príncipe Negro retornó a una Aquitania harta de sus campañas y castigada por las dificultades de su angustioso tiempo. Las promesas de entrega de Vizcaya y de Castro Urdiales no se habían cumplido. Los apuros de Eduardo y las exigencias aquitanas condujeron a la convocatoria en Angulema de los Estados o parlamento del territorio a inicios de 1368. Con disgusto se impuso un impuesto de 10 sueldos por fuego u hogar, que impacientó a los pobres y contrarió profundamente a los magnates que no pretendían tributar por sus vasallos. El triunfo hispano pronto se convirtió en amargura aquitana.