EL SUICIDIO RITUAL JAPONÉS, EL SEPPUKU. Por Víctor Hernández Ochando.

19.07.2015 00:00

    El seppuku o conocido en Occidente como harakiri es un acto que demuestra la sangre fría y el gran control en uno mismo que debe tener una persona para sufrirlo. La moral del soldado japonés estaba simbolizada por la flor de cerezo. La vida fugaz de esta flor les enseñaba a honrar la existencia como un don generoso y a entregarse a la muerte sin temor para cumplir férreamente con el honor, el deber y la lealtad.

    Las normas del Bushido, el código de honor del samurái, no contemplaba el seppuku como algo trágico, sino como un privilegio especial que se le hace al procesado. Con este suicidio ritual los guerreros podían redimirse de sus crímenes, disculparse por sus errores o liberarse del deshonor.

    Edgar Lajtha, el escritor de “El Japón: ayer, hoy y mañana” viajó a este país durante la década de 1930 para poder comprender un poco mejor a esta sociedad que combinaba elementos tradicionales y modernos.

    En Japón se transmiten todavía de unos a otros las narraciones de testigos de vista. Sea aquí reproducida, según el autor, la relación de la muerte de samurái que, por ofensa a un feudal, fue condenado a harakiri, junto con todos los representantes masculinos de su linaje.

    “En el interior del templo resuena un gong. Unas flores doradas y plateadas adornan el altar de Buda. Nubes de incienso. El Buda de madera y oro, de talla gigantesca, aparece sentado, poderoso, armónico, fuerte. Unas esterillas y un trono bajo en el centro, recubierto de un paño rojo, ocupan un espacio al pie del altar.”

    Los sacerdotes abandonan el templo y cierran sus entradas. Entre las percusiones del gong hay un silencio absoluto.

    Cuando los portales del templo vuelven a abrirse, es para dar paso a un grupo de dieciséis hombres. Son los tres testigos. Siéntase a los dos lados de aquella especie de trono, recubierto de rojo, que se levanta sobre las esterillas. A la derecha, los testigos del ofendido señor feudal; a la izquierda, los amigos del que va a ser juzgado. Ni una respiración más inquieta que de ordinario llega a turbar el silencio.

    “Las puertas del templo se abren una segunda procesión.

    “Delante de todos, en lujoso kimono de gala, el samurái, el guerrero y, siguiéndole muy de cerca, su único retoño masculino: un hijo de siete años. Detrás de éste, con la armadura del guerrero entrelazada de oro, su mejor amigo el kaishaku, el que ha de consumar el juicio. Y tres hombres más que le secundan.

    “Los que llegan se inclinan ante los del primer grupo, que están ya sentados. Éstos, sin decir palabra, corresponden al saludo.

    “El condenado a morir sube despacio y con dignidad las gradas del improvisado trono, y se sienta al lado de su hijo. Sobre la esterilla, a su izquierda, está sentado el ejecutor. El primer secundario presenta al samurái, sobre una bandeja de laca, la daga que ha de servirse.

    “El samurái se inclina ante la daga y habla a su hijo: ­- Precédeme tu, Katsunoska, para que esté seguro de que has muerto como el hijo de un samurái.

    “- Os ruego, mi padre, que me precedáis porque no conozco todavía la ceremonia. Quiero fijarme bien para poder seguiros como cumple a un caballero.

    “El samurái levanta un momento los ojos para dar las gracias a su hijo: Y luego, dice con solemnidad: - Expío mi falta en el acto de quitarme la vida. Os pido que me honréis siendo testigos.

    “Se desnuda hasta el ombligo, empuña la daga, decidido; clava la hoja por encima de la cadera izquierda; los dedos agarran vigorosamente la empuñadura: - Atiende, hijo: no hundas demasiado la daga en el vientre, no fuera que cayeras hacia adelante, siendo así que el samurái ha de morir dando la cara… Mira, la daga ha de recorrer después de izquierda a derecha, hacia arriba… y si las fuerzas flaquean, renovar el brío… triplicar las energías…

    “Y el samurái raja con la daga, desde el costado izquierdo al derecho. Ni una contracción en la cara. El hijo sigue con atención cada una de las fases.

    “El samurái habla una vez más, pero ya con voz ronca:” – Advierte, hijo mio: ahora se revuelve la daga en las entrañas y se arranca de una sacudida, cortando hacia arriba y se saca la daga.

    “La daga ensangrentada del samurái está aún sobre la laca negra.  Su mejor amigo, que ha ido siguiendo también la acción, con el aliento cortado, salta… vibra en el aire su larga espada de guerrero… y se abate sobre el cuello tendido del samurái, que cae de espaldas, separándole la cabeza del tronco de un golpe certero, a fin de que el amigo no haya de sufrir más. Silencio.

    “El hijo de siete años sigue al padre en la muerte.

    “El amigo del samurái se inclina ante los representantes del ofendido y anuncia que la sentencia se ha cumplido en el culpable y en todos los varones de su linaje.”

    Así terminaba la ceremonia. Entretanto, en sus habitaciones, la esposa del samurái se degollaba voluntariamente. Antes se había atado las piernas con unas cintas de seda. Armónico y lleno de recato es el porte de la mujer japonesa hasta en el trance de la muerte.

    Esta práctica fue prohibida oficialmente en 1873, pero como se vería unos años más tarde del viaje del autor, los militares japoneses se aferrarían nuevamente al Bushido y preferirían la muerte antes que aceptar la rendición en la II Guerra Mundial.

El Japón: ayer, hoy y mañana. Edgar Lajtha (traducción de José Lleonart), Editorial Juventud, Barcelona, 1942, p. 241, 242 y 243.