ENTRAMOS EN JERUSALÉN. Por Antoni Llopis Clemente.

29.03.2015 00:05

                

                En una jornada que la tradición cristiana ha consagrado como el Domingo de Ramos entró Jesús en Jerusalén, sobre la que el profeta Isaías había pronunciado tal oráculo:

                Álzate radiante, Jerusalén,

                que llega tu luz:

                sobre ti clarea como el alba

                la gloria del Señor.

                Mientras las tinieblas

                envuelven la tierra

                y negros nubarrones

                cubren las naciones,

                sobre ti resplandece el Señor,

                aparece su gloria.

                Los pueblos se acercarán a tu luz

                los reyes acudirán a la claridad

                de tu amanecer.

                No en vano para el pueblo de Israel aquella era la metrópolis de su muy apreciado Templo, asentada como una reina a 780 metros de altura en las montañas de Judea, avizorando importantes caminos que trajeron a gentes de muy variadas procedencias desde el comienzo de los tiempos.

                                            

                Los arqueólogos han buscado afanosamente sus primeras evidencias y las han encontrado en la Edad del Cobre en el valle de Cedrón, a los pies del monte de los Olivos, en dirección Sudeste del núcleo que conocemos como la Ciudad Vieja.

                En el 1800 antes de nuestra Era se rodeó de sus primeras murallas, viéndose envuelta en las pugnas entre los grandes imperios de la época, como el egipcio. Muchas veces cambiaría de bando y de amo con toda probabilidad, pero a comienzos del siglo X antes de Jesucristo ocurrió un hecho trascendental.

                El rey David tomó a los jebusitas una ciudadela que convertiría finalmente en el centro de su autoridad política, en la capital de su flamante Estado. La colaboración del monarca fenicio de Tiro Hiram le resultó muy útil para alzar su palacio, trasladando a Jerusalén el Arca de la Alianza. En el cercano monte Sión se sitúa habitualmente su sepultura, muy valorada por el movimiento sionista o estatista israelí.

                A su hijo Salomón ha correspondido la fama y la gloria de haber embellecido sobremanera Jerusalén, gracias también a la colaboración de artesanos y comerciantes fenicios. Al Norte de la actual Ciudad Vieja mandó levantar el Templo en honor de Yahveh. Entre la ciudadela y aquél se alzaron el palacio real, la sala del juicio y el palacio de la hija del faraón, componiendo un complejo áulico que desató las iras de muchos, como se comprobó al morir en el 928 antes de Jesucristo.

                Surgieron dos reinos, el de Israel al Norte y al Sur el de Judea, que retuvo Jerusalén para su provecho, desatando no escasas preocupaciones y tensiones entre sus vecinos septentrionales, que con el correr de los años padecieron las feroces incursiones de los asirios. Muchos israelíes buscaron refugio entre sus hermanos meridionales y el rey Ezequías, a caballo entre los siglos VIII y VII, tuvo que emprender nuevas fortificaciones en Jerusalén.

                Aquello no fue óbice para que los conquistadores babilonios, vencedores entre otros de los asirios, entraran en la ciudad del Templo en el 598 y el 587 antes de nuestra Era, arrasándola finalmente y deportando a sus gentes a otros lugares de su imperio, un triste destino que arrostrarían en más de una ocasión los jerosolimitanos.

                Los babilonios cayeron ante los persas. Su rey de reyes Ciro el Grande permitió a los judíos el retorno a Jerusalén, cuyo Templo fue reconstruido entre el 537 y el 515. En opinión de algunos historiadores de esta época dataría la Muralla Oeste, el celebérrimo Muro de las Lamentaciones.

                Nuevos conquistadores llegaron en el 332 antes de Jesucristo, los macedonios de Alejandro Magno, que a su muerte se acometerían entre sí con igual saña que los viejos imperios del Creciente Fértil. La dinastía de los Tolomeos de Egipto y la de los Seleúcidas de Siria se disputarían el control de las montañas de Judea.

                Vencieron los segundos y trataron de imponer su criterio religioso con arrogancia. Cambiaron el nombre de Jerusalén por el de Antioquía en honor al monarca reinante y consagraron el Templo a Zeus, ofreciéndole sacrificios porcinos. La insurrección de los Macabeos estalló con furia en el 167 antes de Jesucristo.

                Durante el período asmoneo Jerusalén simbolizó la resistencia judía, creciendo en dirección al Oeste como evidencian varios depósitos de agua y baños descubiertos. En el 63 antes de nuestra Era el conquistador romano Pompeyo, el gran rival de Julio César, tuvo el prudente acierto de respetar el Templo para ganarse la alianza judía.

                De las luchas políticas de aquella época, muy ligadas a las del final de la República romana, emergió la figura atractiva de Herodes el Grande, bien capaz de grandes empresas. Sus obras en el Templo han sido reconocidas, disponiendo su característica explanada. Al Este de la elevación de la ciudad emplazó su palacio y al Noroeste la fortaleza de la Torre Antonia, en honor de su amigo Marco Antonio, aprovechando los depósitos de agua de Struthion. De sus obras se hizo eco el historiador Flavio Josefo:

                En el año decimoquinto de su reinado reconstruyó el Templo y volvió a levantar, en una extensión doble de la que antes tenía, la zona que había alrededor de él. Gastó en ello sin escatimar nada y con un lujo insuperable. Daban prueba de esta obra los grandes pórticos que rodeaban el Templo y la ciudadela que estaba en su parte Norte. Los primeros los reconstruyó desde los cimientos, mientras que la ciudadela la restauró con un gran esplendor, similar al de un palacio real, y la llamó Antonia en honor de Antonio. Levantó su propio palacio real en la zona alta de la ciudad con dos amplios y muy bellos edificios, con los que ni siquiera un templo podía compararse. Les puso el nombre de sus amigos, al uno le llamó Cesáreo y al otro Agripeo.

                

                Bajo su reinado florecieron las bellas mansiones privadas en el valle de Cedrón, con lujos que hacían las delicias de las aristocracias mediterráneas coetáneas, mostrándose confiadas ante un futuro que traería grandes cambios, que acusarían sus más de probables 82.000 habitantes.

                En el Gólgota sería crucificado y sepultado un hombre que sería considerado el Mesías, agitando las divisiones entre los judíos, que ni los gobernantes herodianos ni los romanos fueron  capaces de aplacar. La insurrección volvió a abrasar Judea.

                En el 70 de la Era Cristiana Tito conquistó Jerusalén y arrasó su Templo. Otra vez muchos judíos marcharon a la diáspora, que en esta ocasión tendría unas repercusiones mayores. El poder romano afrontó una segunda rebelión judía, que comportó una nueva toma de Jerusalén en el 135, seguida de la reconstrucción como Colonia Aelia Capitolina ordenada por el emperador Adriano. Comenzaba una nueva era para la metrópolis, todavía hoy disputada y amada por tantos como si encarnara mejor que otra el trágico sino de la Humanidad.