ENTRE LA AUTONOMÍA Y LA INDEPENDENCIA, PUERTO RICO. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
En 1952 se aprobó la constitución de Puerto Rico, la del Estado Libre Asociado, en la que se consagró la unión con los EE. UU. dentro del sistema de valores políticos de la gran república norteamericana, que dispone aún de la capacidad de nombrar un gobernador con derecho a vetar las leyes, a designar jueces con el asenso de las cámaras puertorriqueñas y a comandar la milicia, versión insular de la guardia nacional estadounidense.
Se ratificó legalmente el dominio de EE. UU. sobre Puerto Rico, invadida en julio de 1898 en el transcurso de la guerra contra España, que el 25 de noviembre de 1897 había concedido la Carta Autonómica, en la que se reconoció bajo la autoridad del gobernador general un consejo de administración integrado por una minoría plutocrática de ocho miembros electos y siete de nombramiento real, y una cámara de representantes de elección quinquenal por sufragio universal. Fue el fruto del entendimiento entre los liberales de Sagasta y los hacendados puertorriqueños del Partido Liberal Reformista. Según algunos tratadistas la cesión de Puerto Rico a EE. UU. por el tratado de París contradecía la Carta Autonómica.
La fugaz autonomía coronó la reclamación de reformas de los puertorriqueños, ya presente en la Junta Informativa de Ultramar de 1866-67. Los isleños quisieron ser tratados como españoles de pleno derecho, sin discriminaciones por mor de su insularidad, y al calor del Sexenio Revolucionario español lograron su propia Diputación Provincial y su participación en las Cortes Generales en 1870, y en 1873 la abolición de la esclavitud en la isla.
En cierta medida el minoritario independentismo radicalizó el mensaje reformista. El Grito de Lares de 1868 a favor de la independencia sólo contó con seiscientos seguidores a lo sumo, fracasando con rapidez. Su principal adalid fue el médico demócrata adscrito a la masonería Ramón Emeterio Betances, el Médico de los Pobres, particularmente influido por la II República francesa y muy atento a los cambios políticos en todo el Caribe, como la breve incorporación a España de Santo Domingo en 1861. Al igual que el cubano José Martí rechazó la dominación anglosajona como alternativa al régimen español.
El reformismo autonomista dentro de España trató de responder a los cambios de una sociedad en transformación. En el Puerto Rico decimonónico crecieron las haciendas azucareras, subordinando a través de distintos medios a los más modestos labradores, hasta entonces preponderantes. Los grandes hacendados animaron el Partido Liberal Reformista, captando a veces a los grupos de artesanos tabaqueros (núcleo del futuro Partido Republicano tras el 98). Enfrente tuvieron a los comerciantes amos del crédito y a los burócratas peninsulares del Partido Conservador o Incondicionalmente Español.
La Constitución de 1876 no se aplicó a Puerto Rico aduciendo la necesidad de leyes especiales para los territorios españoles ultramarinos, que nunca llegaron a formularse verdaderamente. Se cortó el reformismo precedente en un momento de alteraciones económicas causadas por la decadencia de la producción de azúcar y el auge de la de café en las regiones montuosas del Oeste. El régimen comercial puertorriqueño en relación a España fue objeto de importantes debates, defendiéndose la conveniencia de su liberalización más allá de encorsetamientos legales.
De todos modos el independentismo no desplazó al autonomismo, y bajo la influencia del Partido Autonomista Cubano se fortaleció y organizó su equivalente puertorriqueño, que en a partir de 1887 concurrió con gran éxito a las elecciones municipales. Nunca se buscó la ruptura desde los círculos municipales, sino el entendimiento con los partidos metropolitanos.
La conquista estadounidense frustró tal autonomismo, imponiendo un protectorado durante muchos años, malogrando la rectificación de España, cuyo autonomismo actual (ciertamente amplio) nada tiene que ver con la postura canovista de 1876.