ESPAÑA EN SU HISTORIA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Los españoles siempre hemos ido a vueltas con nuestra singularidad histórica, creyéndonos a veces una excepción (penosa) dentro de la civilización occidental. Los intelectuales de la Generación del 98 y la del 14 abundaron en el particular, rescatando algunos motivos del arbitrismo y exacerbando algunas singularidades. La Guerra Civil y el franquismo tintaron de excepcionalidad la visión del pasado español, sacándole algún que otro avispado personaje provecho de cara a la promoción del turismo.
La presencia musulmana en la Península y la conquista y colonización de las Indias san servido de base para tales planteamientos, junto con nuestra azarosa y trágica Historia desde 1808 a 1975. No es poco.
La integración en la Unión Europea ha replanteado la cuestión en otros términos. En el fondo, los pueblos de España, como los de otros lugares de la Europa Occidental, han tratado de seguir la pauta del finalmente quebrantado Imperio romano de Occidente, algo que no consiguieron ni los mismos italianos. Los romanos fueron excepcionales, más que clásicos.
En verdad, las fantasías romanas en lo político y en lo cultural han servido en varios países mediterráneos para alimentar su orgullo de una forma un tanto pueril, mientras la vida local quedaba en manos de unas oligarquías que hacían y deshacían a su antojo. España -como Italia- ha tenido que lidiar con las vigorosas personalidades regionales, cuestión que por cierto ha ocupado muchas energías en Francia, los Países Bajos, las islas Británicas y Alemania. Quizá la diferencia más notada entre España e Italia radique en que la primera la oligarquía mafiosa no ha crecido en conflicto con el Estado central de inspiración romanista. La corrupción se articula con naturalidad en el sistema político y de gobierno.
Tanto españoles como italianos han podido ser considerados en más de una ocasión dignos descendientes de Caín. Entre 1936 y 1939 se desató en España el horror de la guerra civil, tan presente en el siglo anterior, el de la unificación italiana, que no fue otra cosa que una guerra entre italianos de muchas clases. La II Guerra Mundial dio la oportunidad de continuar el fratricidio iniciado por el fascismo.
Todos los pueblos que se han creído elegidos por Dios han incurrido en formidables dislates a fuerza de realzar batallas y conquistas que poco contribuían al bienestar general. El mapa del imperio británico no compensó ni por asomo la pobreza de las clases obreras de la Gran Bretaña, al igual que el dichoso imperio donde no se ponía el sol sólo arruinó a los castellanos y puso en su contra a los pueblos de la Corona de Aragón, que con razón no apetecían de la misma gloria.
Españoles y británicos no dejan de ser gentes caídas del guindo tras creerse personas superiores llamadas a redimir a los demás. Ambos se han parapetado tras batallas navales magnificadas como Lepanto o la Invencible, y han desdeñado a sus aliados de los grandes trances históricos: tanto los casacas rojas como los guerrilleros se atribuyeron la victoria sobre Napoleón, ni más ni menos. Cuando la realidad los despertó de su estúpido nacionalismo se encontraron ante unas sociedades con fuertes problemas de cohesión social y nacional.
Ciertamente los españoles pasan por ser más temperamentales que los morigerados británicos, pero lo cierto es que en 1649 se ejecutó a un rey en Inglaterra, algo que los españoles no han hecho a lo largo de su Historia, en la que también ha habido importantes episodios parlamentarios.
En muchos países atrasados se hace de la necesidad virtud. Las injusticias más clamorosas se presentan como elementos irrenunciables de una personalidad nacional, que no debe imitar a otros a fuerza de extraviarse sin remedio. O sea, una reforma social que ha dado buenos frutos en otros países no debe ponerse en práctica en el propio.
Los fanáticos y los beneficiarios del estado de cosas establecido han abrazado semejantes posturas. En Rusia los eslavófilos condujeron a senderos peligrosos, a veces revolucionarios, y en España se padeció la plaga de los castizos. En el fondo se trataba de partidos que combatían por el poder, oponiéndose a ellos los reformistas de toda clase y condición.
Algunas épocas o episodios exóticos de carácter orientalista han sido magnificados por los partidarios de lo genuino, como Al-Ándalus o la conquista tártara de Rusia, que se han esgrimido para “explicar” la crueldad rusa o los celos de los españoles. Eso no obsta para reconocer que España comparte con Portugal, Sicilia, Grecia, Albania, Macedonia, Bosnia-Herzegovina, Serbia, Bulgaria, Rumanía, Hungría o Rusia la presencia de musulmanes en su territorio a lo largo de la Historia. A día de hoy la lista de países podría ampliarse.
Rusia y España han vivido con dureza el impacto de la Modernidad, evolucionando desde las sociedades más abiertas de la frontera medieval a las más jerarquizadas del absolutismo, diferenciándose en el grado a lo sumo. La coexistencia entre los pueblos que componían sus respectivos imperios ha sido una cuestión recurrente a lo largo del tiempo. Españoles y rusos trataron de asaltar los cielos, pero con frecuencia se despeñaron en los infiernos.
En esta Historia compleja, con elementos comunes con otros países, ¿cuáles han sido las principales aportaciones de España? Descolló en la transmisión de conocimientos entre Occidente y Oriente, sobresaliendo la Escuela de los traductores de Toledo. En contraposición, se asoció con el espíritu inquisitorial durante demasiado tiempo, bajo la égida de un Estado autoritario.
España ha regalado a la Humanidad la novela en su más alta representación, la de los pobres seres humanos que quieren ser héroes de su propio destino, y ha ofrecido el deplorable ejemplo de una agrupación de hombres más o menos libres, la de su frontera medieval, convertida con el paso del tiempo en cada vez más opresiva, matando el sueño de don Quijote.
Sin embargo, la mejor aportación española a la Historia común de las mujeres y los hombres quizá haya sido el desarrollo de un complejo sistema de comunicaciones atlánticas (claro precedente de la globalización), y su demérito más grande su afán de regularlo todo, hasta lo estúpido, sin acertar a resolver muchos problemas. A este respecto, España está tan condicionada por la dialéctica histórica como cualquier otro país a lo largo de los tiempos.