GUERRA E INICIATIVA PRIVADA EN LA ESPAÑA IMPERIAL. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

06.08.2021 09:02

                Las historias habituales nos hablan con profusión de las inacabables guerras contra numerosos y recurrentes enemigos. Una cosa fueron las necesidades imperiales y otra las de los sucesivos reinos de la Monarquía, que en más de una ocasión se sintieron indefensos y desatendidos, como le sucedió a la Valencia de tiempos de Felipe III.

                Con todo, los reinos españoles fueron una cantera formidable de soldados. No pocos mozos castellanos terminaron enrolándose en las banderas de los tercios, bajo la capitanía de alguien conocido y con un cierto prestigio. Jóvenes prohombres valencianos combatieron en distintos frentes de guerra, como el de Francia a fines del siglo XVI. Bandoleros catalanes lucharon en las Alpujarras moriscas a cambio de su redención. La necesidad, la oportunidad y la pretensión de gloria llevaron a muchos por el camino de las armas.

                Sin embargo, ser soldado comenzó a no estar bien visto en el siglo XVII, cuando los riesgos superaron las ventajas, cuando la tardía paga ya no se cobró en ducados de oro. En varias cartas de repoblación de lugares moriscos de Valencia y Aragón se prohibió avecindarse expresamente a soldados, tipos respondones y con mala fama. Muchos aldeanos los odiaron vivamente por sus exigencias y excesos al alojarse en sus casas. En las ciudades la cosa no mejoró e incluso en Tarragona llegaron a arrancar los techos de madera para poderse calentar. El trasfondo social del alcalde de Zalamea no fue nada ficticio, y las peleas entre soldados y paisanos condujeron a hechos como la rebelión catalana de 1640.

                Durante décadas, el principal despliegue militar español no estuvo en la Península. En 1566 quedaban lejanos los días de la guerra de Sucesión. Mientras por el Camino Español se movieron durante muchos años los tercios hacia el frente de Flandes, con no poco dispendio, en suelo peninsular no siempre se dispuso de los medios de defensa más adecuados, pues las huestes de raigambre medieval se encontraban en decadencia, al igual que los capítulos de caballeros. Las órdenes militares tampoco mostraron signos de vitalidad militar al respecto, muy al contrario de los caballeros de San Juan en Malta. De los tercios provinciales castellanos y de las milicias de otros reinos fue emergiendo trabajosamente un nuevo ejército, menos espectacular que el de los asoldados de los tercios, pero cargado de futuro.

                Si el dominio terrestre resultó complicado, el del imperio del mar no lo fue menos. Los españoles formaron flotas de galeras en el Mediterráneo y en el Atlántico de galeones. Conseguir galeotes o buenos marineros también fue tarea difícil. Las necesidades militares también se extendieron, lógicamente, a las Indias. Antes de las reformas borbónicas, pocos puntos de la América hispana contaron con una fuerza permanente y profesionalizada, como el Flandes del Nuevo Extremo, el Chile fronterizo con los bravos araucanos.

                Las fuerzas controladas por Felipe II a inicios de su reinado se acrecentaron con los años por el recurso a unidades comandadas por particulares. Se diría que hubo una privatización militar, pero el control administrativo por las autoridades reales se mantuvo con resultados poco gratos. El mantenimiento de los puntos fuertes o presidios en el Norte de África y en América resultó gravoso. Sus condiciones de servicio resultaron deplorables, y las fronteras imperiales aguantaron los embates más que progresaron. Nada que ver con las expansivas huestes de los conquistadores, siguiendo modelos de la Reconquista, que ganaron tantos dominios indianos.

                El autoritarismo real fue doblegando la iniciativa de particulares aventajados, como la de la armada del duque de Osuna durante su virreinato napolitano. Los bríos medievales fueron cediendo terreno a unas tropas más profesionalizadas y burocratizadas, que terminarían de configurarse bajo los Borbones. Las guerras de la Revolución y del Imperio napoleónico mostraron con crudeza sus limitaciones y la necesidad de acudir a soluciones más populares.