ILUSIONES Y REALIDADES DEL AFRICANISMO ESPAÑOL. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

01.04.2015 06:54

                

                España no se encontró entre las grandes potencias que intervinieron en el reparto de África a fines del siglo XIX, pero tuvo sus minorías africanistas empeñadas en poner el pabellón nacional en varias regiones de aquel continente.

                España entró en guerra contra Marruecos en 1859 por razones de política interna y de prestigio, consiguiendo en 1860 una paz que no colmaba todas sus expectativas. La guerra de todos modos puso de manifiesto que las apetencias españolas en África se centraban en el Magreb, área tradicional de su política exterior.

                Hacia Marruecos afluyeron comerciantes, aventureros y funcionarios españoles por diverso motivo, sirviendo de refugio a varios durante el Sexenio Revolucionario. Entre 1868 y 1874 un joven Emilio Bonelli aprendería el árabe y serviría como intérprete en el consulado de Rabat.

                El romanticismo impregnó fuertemente su forma de ver las cosas. Los españoles eran los europeos que más se acercaban a la mentalidad oriental y serían capaces de ganarse el respeto y la simpatía de los pueblos musulmanes, convirtiéndolos en los auxiliares de su colonización africana. La realidad era otra. La supuesta sangre mora no ahorró críticas y un torrente de desprecio entre los marroquíes, que consideraron a los españoles como los más incompetentes de los europeos.

                La creación de la Sociedad Geográfica de Madrid en 1876 y de la Asociación Española para la Exploración de África al año siguiente procuró reproducir el modelo de otros países con inquietudes colonialistas como el Reino Unido y Bélgica. Los primeros gobiernos de la Restauración no secundaron sus afanes de exploración y de colonización, ya que la resolución de los problemas internos centró toda su atención.

                Cánovas opinaba que España había sido una gran potencia con un pasado glorioso, pero se encontraba en decadencia histórica irremediable. Lo más sensato era aceptarlo y resignarse a un papel secundario en el escenario internacional para sobrevivir con la mayor dignidad posible. Los hombres de negocios españoles tampoco apreciaban en su inmensa mayoría las supuestas ventajas de la aventura africana, centrándose en el aprovechamiento de los recursos de Cuba, la ampliación de los de Puerto Rico y Filipinas y en el fortalecimiento del comercio con Marruecos. Ni la palanca política ni la económica se mostraban muy activas en la puesta en marcha de la maquinaria colonialista.

                                

                En Alemania Bismarck tampoco se declaraba muy favorable a tal género de empresas, tolerando las iniciativas francesas para evitar un nuevo enfrentamiento europeo. Para la III República francesa el imperio ultramarino sirvió para compensar la pérdida de Alsacia-Lorena, un problema de merma nacional que no afectaba a la España coetánea.

                En vísperas de la Conferencia de Berlín la situación se modificó un tanto y Cánovas terminó dando luz verde a la iniciativa de exploración sahariana  de Bonelli. En 1884 se creó la Sociedad Española de Africanistas y los expedicionarios españoles pretendieron asegurar el tramo sahariano entre el cabo Bojador y el Blanco para beneficio de los pescadores canarios. En una tierra no dominada por Marruecos consiguieron fundar Villa Cisneros y lo intentaron en Medina Gatell y Puerto Badía.

                        

                Con la ayuda económica del marqués de Comillas el mismo Bonelli comandó una importante exploración a la cuenca del río Muni, que con el tiempo se convertiría en la parte continental de la Guinea española. Desde 1845 se había pensado dirigir a colonos negros y mulatos procedentes de Cuba para colonizar territorio.

                        

                Pese a todo el africanismo español se movería posteriormente más a impulsos del juego de las grandes potencias internacionales que por sus propias fuerzas.