IMPERIOS PERSAS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

25.08.2025 10:11

              

               Alejandro Magno logró conquistar al imperio persa, que en el pasado había amenazado gravemente a los griegos, pero sus sucesores seleúcidas no conservaron finalmente el dominio de sus territorios. En el 250 antes de Jesucristo se enfrentaron a las fuerzas de una coalición de pueblos partos, gentes nómadas ya conocidas por Heródoto que se extendían desde la cuenca del Caspio a la del Aral.

               Abatieron la autoridad seleúcida de la región de Partia y con los años conquistaron territorios desde Mesopotamia a las puertas de la India. En el 171 antes de Jesucristo ascendió al trono Mitrídates I, al que se considera el gran organizador del renacido imperio persa. Siguió los prestigiosos modelos aqueménidas y adoptó la titulación de rey de reyes.

               En verdad, ejercía su autoridad de forma desigual sobre un verdadero conjunto de provincias lejanas y Estados subordinados. Aunque el núcleo de sus tropas fue iranio (con unidades de infantería con arqueros, caballería ligera y pesada o de catafractos), dispusieron de hoplitas al modo griego. También llegaron a disponer de elefantes en sus formaciones militares.

               La dinastía parta de los Arsácidas se enfrentó con éxito a los romanos, que aspiraban a repetir el éxito de Alejandro el Grande en Oriente. Los vencieron en batallas tan célebres como la de Carras en el 53 antes de Jesucristo, donde Craso perdió la vida. Roma no doblegó a la nueva Persia, y en 321 Nazario reconoció que “tras la grandeza romana, los segundos de la tierra” eran los persas.

               Los Arsácidas, pese a todo, no desdeñaron la cultura helenística procedente de los dominios romanos orientales. A veces se les ha acusado de ser excesivamente complacientes con los romanos, en vivo contraste con sus sucesores sasánidas. La nueva dinastía fue establecida por Ardeshir, que en el 226 de la era cristiana venció al arsácida Artaban V. Decía ser descendiente del sacerdote Sasan, entroncado con los Aqueménidas, todo un referente de legitimidad en el mundo de los persas.

               Desde su capital en Ctesifonte, el nuevo rey de reyes volvió a imponer su autoridad sobre el mosaico territorial de su vasto imperio, que algunos autores han calificado de manera impropia de feudal. Ardeshir desconfió de la alta nobleza de los vaspuhres y se apoyó en su administración en las energías de los terratenientes medianos. Su caballería acorazada volvió gozar de justa fama, aunque las fuerzas persas tenían problemas a la hora de combatir en línea al modo romano, de noche o con lluvia, según observaron sus adversarios. Sus dotes para las operaciones de asedio de las ciudades no descollaron.

               No obstante, sus sucesores prosiguieron la expansión del imperio. En el 309 Sapor II conquistó la ciudad de Nisibis, Mesopotamia, Armenia y el Cáucaso frente a los romanos, llegó a fundar ciudades y a repoblarlas con cautivos de guerra. A finales del siglo IV los Sasánidas dominaban el Este de Armenia tras alcanzar un acuerdo con Roma.

               Otros enemigos amenazaban el imperio, como los pueblos nómadas del interior de Asia. Tras combatir a los khusanitas, se luchó denodadamente contra los hunos heftalíes, cuya amenaza resultó particularmente preocupante hacia el 440. Diez años después, al flagelo de las guerras contra los nómadas se sumaron los de la sequía y el hambre, coincidiendo con la rebelión de los cristianos de Armenia. En el 484 los hunos alcanzaron las áreas de Marw y Herat, en el Afganistán actual, obligando a los Sasánidas a pagarles tributo.

               Sin embargo, la Persia sasánida no siguió el destino del imperio romano de Occidente. Al igual que la Roma de Oriente, con su nueva capital de Constantinopla, gozaba de notables ventajas. Obtuvo notables beneficios de las rutas comerciales que ya enlazaban China e India con la cuenca del Mediterráneo. Se cobraron impuestos sobre las tierras, que supusieron de la sexta a la tercera parte de sus cosechas, y de capitación, del que estuvieron exentos los sacerdotes, nobles, funcionarios, guerreros e incluso artesanos.

               Sobre los campesinos pesaron fuertes obligaciones fiscales y militares. Sus comunidades estuvieron dirigidas por jefes de aldea, responsables directos ante las autoridades superiores de su circunscripción y provincia. El descontento social se exteriorizó en el siglo V con la protesta religiosa de los mazdaqueos, que abogaron por la comunidad de bienes y mujeres.

               Oficialmente, la religión del imperio fue el mazdeísmo o zoroastrismo, cuyos textos sagrados (el Avesta) fueron recopilados por los Sasánidas. El fuego recibió veneración, distinguiéndose sintomáticamente el de los sacerdotes, el de los guerreros y el de los cultivadores. En este ambiente, los grupos cristianos de Armenia y Mesopotamia llegaron a ser tachados de colaboradores de los romanos, aunque la adopción del nestorianismo en el 486 y posteriormente del monofisismo en Armenia calmó un tanto los ánimos.

               Entre el 531 y el 579, el rey de reyes Jusraw I consiguió poner orden su atribulado imperio. Consiguió aligerar la carga fiscal de sus súbditos y controlar de manera más rigurosa a la díscola aristocracia. El cobro de los impuestos sobre el comercio le resultó de gran valor. Convirtió en permanente a la caballería pesada de los catafractos y puso en jaque a los romanos de Oriente, que bajo Justiniano se habían empeñado en recuperar la Roma Occidental.

               Sin embargo, no se había conseguido definir la sucesión como hereditaria en un variopinto imperio, en el que las intrigas cortesanas alcanzaron relevancia. Los sacerdotes y los nobles más conspicuos lograron mediatizar el ejercicio de la autoridad de los reyes de reyes más débiles. Las luchas internas terminaron desgarrando el imperio, llegando los romanos de Oriente a intervenir en sus querellas en los tiempos de Mauricio (582-602).

               Los triunfos ante los bizantinos fueron temporales, dejando tan agotado al imperio sasánida como su rival bizantina ante la acometida de los árabes, que conquistarían Persia entre el 633 y el 654. Sin embargo, la personalidad persa condicionó fuertemente la islamización de sus gentes.

               Para saber más.

               Javier Arce, La frontera (Anno Domini 363), Madrid, 1995.

               Gavin Hambly, Asia Central, Madrid, 1985.

               Michel Kaplan, Bernadette Martin y Alain Ducelier, El Cercano Oriente medieval, Madrid, 1988.

               Pierre Lévêque, El mundo helenístico, Barcelona, 2005.