LA BATALLA POR QUEBEC. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

28.07.2020 15:25

                Gran Bretaña y Francia libraron duros enfrentamientos por el predominio en la América del Norte, donde contaron con aliados amerindios de gran relevancia. La guerra de los Siete Años no comenzó en 1756 con buen pie para los británicos allí, que a pesar de la superioridad numérica de la población de sus colonias atlánticas no pudieron impedir una serie de reveses.

                Francia combatía también a Gran Bretaña en otros puntos del globo, como el subcontinente indio, y además libraba importantes batallas en Europa, en coalición con Austria y Rusia contra Prusia, que recibía los subsidios británicos. Con razón pudieron decir los políticos británicos que Norteamérica se había logrado en los campos de batalla alemanes.

                España, cuyos intereses chocaban con los de Gran Bretaña en América, se mantuvo de momento al margen de aquella verdadera guerra mundial del siglo XVIII. Los británicos, mucho antes de la entrada española en el conflicto, lograron una resonante victoria en la Nueva Francia, el Canadá de la costa atlántica, que verdaderamente decidió el destino imperial del continente.

                Quebec era la principal plaza de los franceses allí y el gobernador de Nueva Francia, el marqués de Montcalm, era un tipo diestro en el arte militar. Un asalto contra aquella posición podía concluir en fracaso.

                Los generales británicos Jeffrey Amherst y James Wolfe tomaron en junio de 1758 el puerto de Louisbourg, de gran valor estratégico, aunque se tenía que conducir a las tropas aguas debajo de Quebec, por la ribera del San Lorenzo, sí se querían lograr resultados definitivos.

                Wolfe, que tenía fama de audaz, lo hizo al frente de 9.000 soldados regulares y 500 coloniales, hasta alcanzar entre el 26 y el 27 de junio de 1759 la posición de la Île d´Orléans. Durante tres meses se encontraría frente a las fuerzas de Montcalm.

                El tiempo corría en contra de los británicos, pues la cercanía de la helada del San Lorenzo amenazaba con dejar fuera de juego a su flota, crucial para su aprovisionamiento y otras operaciones. En septiembre ya se anunciaban los fríos del país y Wolfe tomó una determinación arriesgada, que ha dado la medida de su audacia, tan ponderada por los historiadores de su nación.

                Ascendió con sus fuerzas por un escarpado sendero desde el río a los llanos de Abraham, ubicados al Suroeste de Quebec. El camino era considerado impracticable y los franceses no lo vigilaron debidamente, fiados en la naturaleza del terreno.

                Sin embargo, la noche del 12 al 13 de septiembre los británicos lo lograron. A la mañana siguiente Wolfe disponía solo de 4.800 soldados para acometer Quebec. El resultado era sumamente incierto.

                Dentro de Quebec, Montcalm se enfrentaba a la carencia de víveres, que le obligarían a rendirse en caso de asedio. Solo tenía alimentos para dos días escasos. Decidió jugársela y sus 4.500 soldados salieron a dar batalla en campo abierto.

                Los franceses podían haber triunfado, pero el resultado fue catastrófico para ellos. Wolfe ordenó ponerse en pie a sus tropas, tumbadas ante el peligro de merodeadores, y las formó debidamente para abrir fuego por descargas. A veinte metros de distancia se las tuvieron ambos ejércitos y en quince minutos la batalla se inclinó del lado británico. Wolfe murió, pero Montcalm también por una bala de cañón durante la retirada.

                A 18 de septiembre pudieron entrar los británicos en Quebec y su flota pudo avituallarlos debidamente. Los franceses no dieron por perdido su dominio y en la primavera de 1760 intentaron recuperarlo. La llegada de una flota británica lo impidió y la acción de Wolfe tuvo un resultado inapelable.

                Bibliografía.

                Geoffrey Parker (ed.), Historia de la guerra, Madrid, 2010.