LA CARTA SIONISTA DEL II REICH. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

16.06.2015 09:17

                Alemania y el judaísmo aparecen como incompatibles a simple vista en toda Historia de la primera mitad del siglo XX, la del espantoso Holocausto. La barbarie nacionalsocialista se empeñó en eliminar todo rasgo cultural alemán que no cuadrara con su ideología. Claro que el judaísmo y el sionismo formaron parte de la Germania del II Reich, de acendrado nacionalismo.

                            

                De hecho en 1896 el periodista Theodor Herzl publicó en Berlín y en Viena su El Estado Judío, en el que adaptó la ideología del nacionalismo estatalista al judaísmo, lo que no siempre fue bien recibido por todos los judíos precisamente.

                Muchos judíos se habían integrado con normalidad en la vida pública alemana y se consideraban tan orgullosamente alemanes como el que más. Sus simpatías sionistas no se veían incompatibles con su germanismo.

                A comienzos del siglo XX se habían desatado en el imperio ruso una serie de pogromos contra las comunidades hebreas con el asentimiento de las autoridades, causando una honda impresión entre los judíos alemanes. No resulta extraño que en agosto de 1914 los sionistas alemanes apoyaron de corazón la causa del II Reich en la Gran Guerra, que su dirigente Franz Oppenheimer consideró tan santa como de legítima defensa.

                Los sionistas rusos adoptaron la misma actitud pro-alemana y en Palestina se mostraron conformes con ayudar al aliado de Alemania, la Turquía otomana. Sin embargo, las autoridades turcas desconfiaron de su origen ruso y deportaron a sus principales dirigentes. Sólo la presión alemana evitó la expulsión masiva de judíos de Palestina a comienzos de la I Guerra Mundial.

                            

                El conflicto había tirado por la borda toda perspectiva de reparto del imperio turco entre alemanes y británicos, y el káiser confió a destacados sionistas como Oppenheimer y Bodenheimer, orientalistas versados, el trazado de una serie de planes contra el poder del imperio británico. Egipto y la India eran codiciadas prendas, que podían caer gracias a una acción determinada contra el canal de Suez, nudo gordiano del poder del Reino Unido. Sin embargo, tan ambiciosos planes requerían la cooperación de los pueblos árabes, lo que no dejaba de crear serias incompatibilidades tanto con los turcos como con los propios sionistas.

                Más asequible se antojaba la acción contra la gran perseguidora de las comunidades judías de la Europa Oriental, la Rusia de los zares. Los sionistas germanos crearon una vez rotas las hostilidades el Comité para la liberación de los judíos rusos, que publicó en yídish el periódico Kol Mewasser. Las tropas del Reich lo distribuyeron en su avance por territorio polaco, mayoritariamente en manos zaristas.

                El triunfante mariscal Hindenburg invitó a Oppenheimer y Bodenheimer a su cuartel general de Radom para discutir los medios de la liberación de los judíos rusos. Los sionistas llegaron a abogar por la constitución de un Estado judío junto a otro polaco, lituano o ucraniano en una Europa Oriental controlada por Alemania. Recordemos que el sionismo consideraba a los judíos una nacionalidad más que una religión del estilo de la católica, con todo el derecho a formar su propio Estado, que contribuiría al equilibrio étnico y cultural de la nueva Europa alumbrada con mayor o menor nitidez por los gabinetes de la Alemania imperial.

                                    

                Los judíos alemanes combatieron por el II Reich en la diplomacia, la inteligencia político-militar y los campos de batalla. El racismo nazi, apoyado en el mito de la puñalada por la espalda de 1918, arrojó toda clase de suciedad sobre su contribución en la Gran Guerra, disociando torticeramente Alemania del judaísmo.