LA CATALUÑA QUE TERMINÓ SUBLEVÁNDOSE EN 1640. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
El estudio de las revoluciones ha permitido a la historiografía desvelar y analizar las distintas capas geológicas de una sociedad, que no siempre aparecen del todo claras, con sus luces y sus sombras. Así pues, los hechos de 1789 serían inexplicables sin comprender en toda su amplitud a las gentes de la Francia del siglo XVIII, donde se gestó una revolución por motivos que fueron más allá de la escasez de alimentos.
La rebelión catalana de 1640 tampoco puede entenderse sin la comprensión de la Cataluña de 1550-1640, en cuyo conocimiento se ha avanzado bastante en las últimas décadas. Tal insurrección no sólo es un hito en la Historia de Cataluña (uno de sus hechos más destacados), sino también en la de la Monarquía hispánica. En plena guerra de los Treinta Años por la hegemonía de Europa, con españoles y franceses en liza, la rebelión sacudió los cimientos de un imperio compuesto por una diversidad enorme de reinos y territorios, algunos tan caracterizados desde la Edad Media como el Principado.
Los castellanos, que llevaron la voz cantante de la Monarquía, también acumularon motivos de animadversión contra la política de los Austrias, que supuso una enorme carga tributaria y humana, muy lesiva para sus actividades económicas. Sin embargo, no se alzaron en armas contra la autoridad del rey tras la derrota de las Comunidades. En la Corona de Aragón, el fracaso de los agermanados y la expulsión de los moriscos limitaron mucho la capacidad de protesta en el reino de Valencia.
Los catalanes del siglo XVI compartieron con los valencianos su sensación de ser relegados en el favor real por los castellanos, cuyos modos y usos cada vez se imponían más. El renacentista Cristòfol Despuig manifestó su amargura por la pérdida de reputación frente a una Castilla que no se había mostrado tan triunfal en los siglos anteriores. El estudio del pasado medieval, además de alentar el orgullo propio, fortaleció sobremanera las ideas del pacto político frente a las nociones más cesaristas de la autoridad real. En una sociedad donde el gusto por las letras se daba la mano con la acción pública, el aumento del número de libreros en Barcelona resultó de singular valor. En los prolegómenos intelectuales de la rebelión de 1640, la defensa del catalán (acometida en los concilios de la Tarraconense de 1636-7) también tuvo su importancia. Fruto maduro de esta afirmación fueron los Discursos sobre la calidad del Principado, publicados en la Lérida de 1616 por el barón y diputado de la Generalidad Francesc Gilabert, que consideró Cataluña su patria política y económica.
Paradójicamente, los requerimientos militares de las autoridades reales (particularmente inquietas por la frontera con la Monarquía francesa y por las incursiones otomanas en el Mediterráneo) condujeron al fortalecimiento de la Generalidad a lo largo del siglo XVI, que percibió y gestionó los impuestos destinados al donativo real aprobado en Cortes. Sus relaciones con los virreyes distaron de ser sencillas, especialmente bajo los mandatos de García de Toledo (1558-64) y de Diego Hurtado de Mendoza (1564-71). La pugna con el Santo Oficio y el Real Consejo, defensores de los planteamientos más cesaristas, estallaron en el ejercicio del segundo. La Generalidad se mostró activa, y el diputado militar Joan Granollacs concitó la animadversión real en el delicado momento de las alteraciones del reino de Aragón de 1591, cuando desde la corte se temió que Cataluña siguiera un camino muy similar.
El fortalecimiento intelectual e institucional catalán se hizo perceptible tanto en la defensa del consulado propio en la rival Génova (desempeñado por castellanos más proclives a los intereses genoveses), como en la denuncia de la presión fiscal, que conducía a la ruina económica según acreditaba la experiencia de Castilla.
Precisamente, la Cataluña de 1550 a 1640 no fue víctima de ninguna decadencia, ni permaneció económicamente estancada. Al contrario. Barcelona se afirmó sobremanera como centro rector de un territorio cada vez más especializado, con industrias tan destacadas como la del textil, el vidrio, el curtido y las producciones de la viticultura. Los pagos a la reafirmada Generalidad no salieron de la nada. Al mismo tiempo, los hombres de negocios catalanes tuvieron bien presente el Atlántico en expansión, por mucho que legalmente se encontraran excluidos del trato directo con las Indias. Sus negocios se orientaron hacia Sevilla y Cádiz. Cuando Madrid se erija en la sede de la corte, irían abandonando la Medina del Campo antaño célebre por sus ferias. Desde sus posiciones de Madrid, también accedieron con mayor facilidad a Lisboa, coincidiendo con la integración de Portugal en la Monarquía hispánica de 1580 a 1640.
La rebelión catalana no fue la respuesta de una sociedad provinciana y corta de miras a la grandeza de la empresa imperial, sino la protesta de unos grupos emergentes que se negaron a seguir el derrotero de la Monarquía. A este respecto, también resultó ser una guerra civil entre catalanes. Su derrota ha sido tradicionalmente considerada como el punto en el que el Principado viró su actitud más provinciana por otra más aperturista, aunque lo cierto es que la segunda había sido muy anterior y había dado bríos a la resistencia contra el autoritarismo.
Bibliografía.
Albert García Espuche, Un siglo decisivo. Barcelona y Cataluña, 1550-1640, Madrid, 1998.
Miquel Pérez Latre, El poder polític a Catalunya al segle XVI, Vic, 2003.
Antoni Simon i Tarrés, Els orígens ideològics de la Revolució Catalana de 1640, Barcelona, 1999.