LA COMPENSACIÓN DE SER MILICIANO. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

09.08.2016 09:50

                

                En 1814 concluyó la guerra de la Independencia y se restableció el absolutismo al amparar Fernando VII el golpe de fuerza contra la Constitución de 1812. España se encontraba deshecha y sus gentes necesitadas de grandes remedios.

                Las operaciones de asedio y asalto habían dañado gravemente ciudades como Zaragoza, Gerona, Badajoz o San Sebastián. Tarragona pasó por ello en 1811.

                El 16 de marzo de 1818 su gobernador militar, el temible Carlos de España, Cominges y Foix, recibió la orden del capitán general de Cataluña Francisco Javier Castaños de restablecer el cuerpo de milicia urbana con la ayuda del sargento mayor de la plaza y la asistencia de los cabildos civil y eclesiástico.

                Sujeta a la matrícula de mar y cabeza de provincia marítima, Tarragona se encontraba exenta de reemplazo militar a cambio de mantener una fuerza miliciana que podía ser útil al absolutismo en un tiempo en que varios oficiales profesaban ideas liberales.

                En Cataluña no había precedentes de una medida así y se tomó como referencia el cuerpo miliciano establecido el 18 de junio de 1810. Ya el 4 de septiembre de 1815 el capitán general, el marqués de Campo Sagrado, propuso la formación de uno en memoria de la gesta del asedio de Tarragona de 1811.

                El cuerpo dispondría de cuatro compañías de cien hombres de fusileros y una de servicio de artillería, cada una con una plana mayor de capitán, teniente, subteniente, sargento primero, tres sargentos, cuatro cabos primeros, cuatro cabos y un tambor. Los sargentos primeros ejercerían funciones de brigada. Sargentos y cabos estarían exentos del reemplazo. El fuero militar también se aplicaría a los tambores y a los soldados rasos en caso de guerra. Su comandante sería el gobernador de la plaza, que sería auxiliado en las funciones de segundo comandante, sargento mayor, ayudante y tambor mayor por individuos que hubiera servido en el ejército regular.

                El 9 de mayo de 1818 se acordó que podían sentar plaza como urbanos los que tuvieran derecho a las gracias reales según lo sustanciado en Zaragoza, Valencia o Madrid; es decir, los que pudieran presentar documentos de haber estado prisioneros en algún depósito de Francia como Soissons, Laon o Poitiers, de haberse fugado tras resistirse al enemigo, de participar en el real servicio y de su calidad de buen español, unos requisitos que Fernando VII no hubiera cumplido de ninguna manera. Tras perfilar todos estos requisitos el 1 de julio, el 5 de noviembre se inició el proceso de admisión tras notificar la medida a los corregidores de Madrid, Valencia, Barcelona, Manresa, Vilafranca, Montblanc, Reus, Valls, Vilanova, Torredembarra y Alforja.

                Los exámenes de méritos se extendieron más allá de 1819 e intervino el tribunal de la auditoría de guerra de Tarragona para calibrar la conducta política de los aspirantes. Los capitanes Francisco Aymat, Luis María Seguí, Manuel Vasallo, Pablo Salas, José Ricart y Salvador Llorac adujeron su condición de ex-prisioneros de los napoleónicos. Como fugados se presentaron los tenientes Joaquín María de Torres, Juan Grifoll, Manuel Calbó, Juan Ortiz, Joaquín de Güell, Joaquín Fábregas, Juan Cabezas, el valenciano Juan de la Cruz del Muro y el mallorquín Domingo Dalmases. El capitán Francisco María Güell, abogado, regidor perpetuo y veguer, adujo el tercer motivo.

                De todos estos casos el más novelesco fue el del teniente Juan de la Cruz. Perdió sus documentos en la sorpresa de Talavera de la Reina a la salida de Madrid ante fuerzas de los Cien Mil Hijos de San Luis en 1823, al formar parte del ejército constitucional del marqués de Castelldosrius. El 30 de septiembre de 1834 pudo probar en Cádiz finalmente sus aseveraciones.

                Además de los que tomaron las armas, también tuvieron derecho a compensaciones sus viudas, padres en condición de pobreza y huérfanos, aunque las primeras crearon entre las autoridades muchas dudas a la hora de ser admitidas. Se anunció la medida en el Diario de Barcelona y se dio a los interesados un plazo de seis días para presentarse, aunque el examen de circunstancias llegó hasta 1821, con los liberales ya en el poder. En este tiempo los auditores se encontraron viudas casadas en segundas nupcias y crecidos huérfanos, demostrando que las cosas de palacio iban tan despacio como siempre a pesar del comportamiento ejemplar de unas personas en unas circunstancias dantescas.