LA DIALÉCTICA ENTRE FORTIFICACIÓN Y ARTILLERÍA EN LA EUROPA OCCIDENTAL BAJOMEDIEVAL. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

19.04.2020 12:31

                La Baja Edad Media fue una época de prolongados enfrentamientos militares, como la llamada guerra de los Cien Años o la de los Dos Pedros. Las operaciones militares marcaron la vida de muchas comarcas de la Europa Occidental a todos los efectos. La lucha por el control de los reinos o por la hegemonía se recrudeció y adquirió una gran amplitud.

                Castilla hizo un considerable esfuerzo para dominar el vital estrecho de Gibraltar, con operaciones tan complejas como el asedio de Algeciras (1342-44). De resultas de la peste, falleció en el de Gibraltar Alfonso XI en 1350. El reino de Francia era uno de los más poderosos y respetados de la Cristiandad: aspiró a su trono el monarca de Inglaterra Eduardo III, que lanzó sus fuerzas sobre el continente. Las cabalgadas que emprendieron destruyeron importantes recursos y obligaron a muchos a acogerse a seguro. Las ciudades fortificadas constituían puntos de seguridad de gran valor, pero las defensas de muchas urbes francesas requerían ponerse al día a la altura de 1340. Sus murallas y sus fosos debían acondicionarse. Reims, Caen, Ruan o Aviñón así lo hicieron, con resultados verdaderamente brillantes.

                Semejante esfuerzo distó de ser baladí, precisamente. Aunque se llegaron a emplear materiales a mano, como las de las anteriores construcciones en Reims, el coste fue considerable. En 1340 los franceses desmantelaron las fortificaciones de Escaudeuvres y sus materiales sirvieron para fortalecer Cambrai, con obras como la puerta de Robert. Se tuvieron que arbitrar impuestos sobre los productos de consumo (las famosas sisas), con la aquiescencia de la monarquía, para pagar las obras, pues los tributos ya establecidos no bastaban, máxime en un tiempo crítico marcado por la enfermedad de la peste. Las ganancias de las salinas reales de Aragón se destinaron en 1336 a las murallas y torres de Castielfabib. Incluso con semejantes fondos, no hubo más remedio que pedir prestado a distintos particulares e instituciones, lo que endeudó a muchos municipios y de paso ayudó a la expansión del negocio del crédito. El vecindario, a veces, tuvo que cumplir una prestación laboral imprescriptible, de forma personal o delegada. Cada hogar alicantino tuvo que contribuir en 1371 con tres jornales de un hombre y una bestia para la obra del castillo, exigencia reducida a un solo jornal en los menos pudientes.

                Siempre hubo sus excepciones. Los caballeros no residentes, con heredades en un término, escaparon de la contribución de muros, como don Pedro Ejérica de Iranzo en el Ademuz de 1327 por expresa voluntad del rey Jaime II de Aragón. Semejantes condiciones no significaban que las monarquías bajaran la guardia y en 1357 Pedro IV animó la fortificación de puntos como Borja o Ademuz.

                Los comandantes de los ejércitos disponían de efectivos limitados, tanto por los recursos como por el tiempo de servicio, y sabían perfectamente que enfrascarse en un asedio de una ciudad no dejaba de ser una tarea tan colosal como peligrosa. Requería tiempo, algo que con frecuencia faltaba, especialmente al llegar la estación invernal. Se corría el riesgo, a su vez, de verse cercado por un ejército enemigo que llegaba a socorrer a los asediados. La operación entrañaba un considerable esfuerzo de presión psicológica para inducir a la rendición, por medio de una negociación que en el mejor de los casos concluía en honrosa capitulación. Si Jaime I había triunfado en Valencia, fracasó ante Almería Jaime II.

                En este competitivo mundo en el que cada vez se movilizaron más recursos ofensivos y defensivos se difundió la artillería, al principio bajo formas como las ballestas de trueno, los truenos de los castellanos. En 1346 los ingleses la emplearon contra los franceses y genoveses en la batalla de Crécy y en Castillon en 1453 victoriosamente los franceses, cuyos trescientos cañones de su campamento fortificado resultaron letales. Su artillero jefe Jean Bureau, con la ayuda de su hermano Gaspard, ideó cañones con carros de ruedas. Sin embargo su uso comportaba sus riesgos: Jaime II de Escocia murió de resultas de la explosión de un cañón en el asedio de Roxburgh en 1460.

                Primero se elaboraron las piezas de artillería con cobre o bronce, pero desde 1370 se generalizó el empleo de tiras de hierro forjadas en cilindros. Fueron capaces de disparar pequeñas bolas y garrotes, tornillos de madera con cabeza de hierro.

                La disposición de piezas de artillería, por muy rudimentarias que nos puedan resultar ahora, contra una esbelta y veterana muralla podía ser definitiva, abriendo importantes brechas  por donde lanzarse al asalto. Con el tiempo, las ciudades se enseñaron a protegerse de la amenaza artillera. Sus muros aumentaron y se hicieron más gruesos para encajar los impactos. Dispusieron sus propios cañones y abrieron ventanas para lograr un arco de fuego más amplio. Se componían aquellas ventanas, de ojo de cerradura, de apertura redonda para la pieza de artillería y de un orificio vertical superior para divisar al adversario. Muros y torres disminuyeron su altura para emplearlos como plataformas de tiro a modo.  

                Las troneras de la veterana fortaleza de Canterbury de 1377 fueron paradigmáticas. También descollaron castillos como el de La Mota, en Medina del Campo, de planta trapezoidal, con dos murallas, amplio foso y galerías de tiro a nivel inferior. Se fue abriendo paso, pues, una forma de fortificarse que acogía la artillería, reforzando la defensa. Veteranos castillos como el de Requena, con bastantes ballestas a fines del siglo XV, se adaptaron para acoger a las nuevas piezas de artillería. Las recaudaciones de su puerto seco llegaron a emplearse en la fortificación de Salsas ante los franceses.

                Emergía una nueva Europa, con una Francia que había quebrantado a Inglaterra y una pujante Monarquía hispánica, en la que Italia prosiguió siendo un codiciado objeto de disputa, pese a contar con poderosos Estados urbanos. Aquí emergió la llamada traza italiana, con notables precedentes en otros lugares, un modelo de fortificación capaz de proteger y repeler con éxito una ciudad de un ataque artillero. En Civitavecchia, los Papas ordenaron bajar y ensanchar sus murallas. La nueva manera de defenderse acreditó su resistencia en 1500 en Pisa y en Padua en 1509.

                Las nuevas ciudades demostraron ser huesos muy duros de roer, que exigirían un considerable tributo humano y material a sus atacantes. Las posiciones defensivas volvieron a ganar protagonismo y los ejércitos podían volver a verse cercados a su vez. La dialéctica militar proseguía su curso, dictando la vida de los combatientes.

                Fuentes y bibliografía.

                ARCHIVO DE LA CORONA DE ARAGÓN.

                Real Cancillería, 863, folios 142v-143r.

                ARCHIVO MUNICIPAL DE ALICANTE.

                Armario 1, Privilegios Reales, Libro 2, folio 36v-37r.

                Christopher Allmand, La guerra de los Cien Años, Barcelona, 1989.