LA DIVISIÓN DEL IMPERIO CAROLINGIO Y LOS MAGNATES DE LA MARCA HISPÁNICA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Los carolingios, como grandes gobernantes francos, aspiraron a conquistar una buena parte de Hispania. Sus antecesores en el trono se habían enfrentado en distintas ocasiones con los visigodos, cuyo poder aniquilaron los conquistadores musulmanes. Carlomagno y su hijo Luis el Piadoso no consiguieron dominar el incipiente Al-Ándalus, pero sí el de territorios al Norte de Barcelona, con el Pirineo como eje principal. Aparecía una marca hispánica o área de defensa fronteriza, en la que no se tiene constancia de ningún marqués al frente.
Los magnates y las gentes de aquel heterogéneo territorio aceptaron de forma variable la subordinación a los carolingios, y en el 826 estalló una rebelión conducida por Aissó y Guillemó, que fue secundada por el emir de Córdoba. Su fracaso entrañó, a juicio de distintos investigadores, la desestructuración del poblamiento de la que con el tiempo se convertiría en la Cataluña Central.
En estas volátiles circunstancias, Luis el Piadoso y su hijo Carlos el Calvo confiaron entre el 834 y el 848 el gobierno de los condados de Urgel, Cerdaña, Gerona y Barcelona, junto a los septimanos de Narbona o Nimes, al magnate de origen visigodo Sunifredo. Se condujo como un servidor fiel de los carolingios, combatiendo en el 842 una incursión musulmana contra la Cerdaña.
Por aquellos días, los hijos de Luis el Piadoso se disputaban con acritud el dominio de las tierras del imperio franco. En el 843 alcanzaron un acuerdo de reparto por el tratado de Verdún, que adjudicaba los territorios de la Francia Occidental a Carlos el Calvo. Tal solución no fue aceptada por los seguidores aquitanos de su sobrino Pepino II, que no dudó en pedir ayuda a los vikingos. El magnate Bernardo de Septimania, poderoso en Tolosa, apoyó a los enemigos de Carlos el Calvo.
En el 844 Carlos asedió Tolosa sin éxito, pero consiguió apresar y ejecutar a Bernardo. En su búsqueda de apoyos al Sur de sus teóricos dominios, promulgó el 11 de junio de aquel año una capitular dirigida a los habitantes del condado de Barcelona. Con tono muy sacerdotal sostenía que “si lo que está constituido por edictos imperiales para la utilidad de la Santa Iglesia de Dios lo corroboramos instituyéndolo de nuevo con la conservación de nuestra magnificencia, no dudamos que esto contribuirá a la perpetua y próspera estabilidad del reino que Dios nos ha otorgado, y aun sinceramente lo creemos, para conseguir la dicha futura de la felicidad eterna.”
De esta manera validaba el tratado de Verdún, puesto en tela de juicio por los partidarios de Pepino II, ante los habitantes de Aquitania, Septimania e Hispania, “imitando la autoridad de nuestros antepasados los grandes y ortodoxos emperadores, es decir, nuestro abuelo Carlos y nuestro augusto padre Ludovico”.
En tan amplio territorio, Carlos se dirigió particularmente a “los godos o hispanos que habitan dentro de la ciudad de Barcelona, famosa por su nombre, y en el castillo de Tarrasa, junto con todos aquellos hispanos que residen fuera de la ciudad, dentro del mismo condado de Barcelona.” Con astucia política los elogió, reconociendo que sus “progenitores, evitando el cruelísimo yugo de los pueblos sarracenos, muy enemigos del nombre cristiano, les hicieron huir, y sacaron libremente a dicha ciudad de su gran poder”.
Sin embargo, “la entregaron (y) se sometieron con libre y espontánea voluntad a nuestro dominio, (lo que) complace a nuestra mansedumbre recibirlos y mantenerlos con obsequiosa benignidad bajo inmunidad, protección y defensa, y otorgarles clementemente la cohabitación o el oportuno auxilio en sus necesidades, como consta que se les concedió a sus progenitores y a ellos por la alta sanción imperial, de modo que, atendida nuestra conservación real, y dirigidas las obras bien realizadas por ellos a la exaltación de la Iglesia, redimida con la preciosa sangre de Cristo, favorezca su crecimiento y aproveche siempre para la utilidad de las almas de aquéllos y de la nuestra”. Todo un acuerdo de obediencia señorial consagrado religiosamente.
Tal pacto conllevó una clara concreción legal, ya que “si no es por las tres acciones criminales, esto es, por homicidio, rapto e incendio, ni ellos ni sus hombres de ninguna manera sean juzgados u obligados por cualquier conde o ministro con potestad judicial, sino que puedan ellos determinar todos los otros juicios según sus leyes y, fuera de aquellos tres, definir todas sus cosas y las de sus hombres recíprocamente según la ley propia”.
Se aplicaría el Liber Iudiciorum promulgado por el rey visigodo Recesvinto hacia el 654, algo que ayudaría a singularizar a las gentes que con el correr del tiempo se convertirían en catalanes. Mientras tanto, Carlos se afirmaba ante Pepino II, que por el acuerdo del 845 le cedía el domino de Aquitania, exceptuando Poitou, La Saintonge y El Angoumois. Carlos se hizo consagrar en el 848 rey de los aquitanos en Orleans e inició una verdadera conquista. Con prudencia, no atacó la poderosa ciudad de Tolosa, enfrentándose directamente con el hijo del ejecutado Bernardo de Septimania, Guillermo, que se hizo fuerte en tierras catalanas. Terminaría ejecutado igual que su padre. Asimismo, el conde Sancho de Gascuña terminó apresando a Pepino II en el 851.
En los combates contra Guillermo cayó Sunifredo. Uno de sus hijos, Wifredo, alcanzaría una gran y legendaria fama.
Para saber más.
Pierre Riché, Les Carolingiens. Une famille qui fit l´Europe, París, 1997.
Josep Maria Salrach, El procés de formació nacional de Catalunya (segles VIII-IX), Barcelona, 1978.