LA ESPAÑA CRÍTICA DE CARLOS IV. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

10.08.2020 10:54

 

                ¿Qué entendemos por Antiguo Régimen?

                Los revolucionarios franceses llamaron Antiguo Régimen a la sociedad que derribaron, caracterizada por las diferencias estamentales y el poder absoluto del rey. La historiografía ha aceptado esta expresión y la ha aplicado para la Europa de los siglos XVI al XVIII.

                En España, el Antiguo Régimen estricto va desde los Reyes Católicos (1475-1516) a Carlos IV (1788-1808). Desde 1808 a 1833 se considera su período final.

                La nobleza española podía dejar sus bienes en herencia al primogénito de la familia (el mayorazgo), que no podían ser vendidos ni embargados  (el vínculo) con el propósito de evitar problemas económicos. Tampoco pagaba ciertos impuestos y gozaba de privilegios de justicia. En ciertas tierras de su señorío, los nobles nombraban las autoridades encargadas de aplicar justicia y cobraban distintos impuestos.

                La Iglesia también disfrutaba de importantes privilegios. Sus bienes tampoco podían ser vendidos ni embargados (sistema de manos muertas) y recibía la décima parte de gran parte de las cosechas (el diezmo). La Inquisición o Tribunal del Santo Oficio perseguía a los considerados herejes y despertaba no pocos temores.

                La mayor parte de la población española era campesina y carecía de privilegios. En los años de malas cosechas, la pobreza aumentaba mucho. Ya existía el problema del paro, considerado vagancia por las autoridades. La España del Antiguo Régimen tenía muchas villas y ciudades, herencia de su rica Historia, pero sus artesanos y comerciantes tuvieron que pagar a menudo considerables impuestos. El estudio del Derecho tuvo un gran prestigio, pues los hombres de leyes o letrados podían ascender socialmente con mayor facilidad.

                El rey en teoría lo era por la voluntad o gracia de Dios. Acumulaba un gran poder y podía hacer grandes favores a unos y otros, como conceder un título de nobleza o perdonar un cobro de impuestos. Quien lo servía en la administración o en el ejército se consideraba honrado y podía lograr posición social y riqueza. Sin embargo, el rey no podía ir en contra de la ley de Dios ni de la del reino, que debía proteger por encima de todo, ya que de lo contrario se convertía en un tirano y podía ser destronado.

                La consideración del rey variaba según el titular. A personas temidas y respetadas como Felipe II (1556-1598) sucedieron otros como el enfermizo Carlos II (1665-1700), que quedó eclipsado por los partidos o camarillas de la corte. Con la llegada al trono de la dinastía borbónica, tras la guerra de Sucesión (1701-1714), los titulares del trono disfrutaron de mayor consideración, aunque los episodios de melancolía de Felipe V (1700-1746) y de Fernando VI (1746-1759) dejaron el verdadero poder de decidir en manos de capaces secretarios, verdaderos ministros.

                España, un imperio mundial.

                En el siglo XVIII, las ideas de la Ilustración se difundieron desde Francia por gran parte de Europa, como España. Sin embargo, muchos ilustrados franceses consideraron a los españoles unos tipos crueles, fanáticos, derrochadores y altaneros, que habían conquistado con brutalidad gran parte de América y que no eran capaces de explotarla económicamente con eficacia, pues su vagancia y menosprecio del trabajo era tal que tenían que gastarse gran parte del oro y la plata americanas comprando productos a ingleses, franceses u holandeses. Tales ideas eran las de la Leyenda Negra, que había surgido plenamente en el siglo XVI durante las guerras de los Países Bajos.

                La decadencia del imperio español en el siglo XVII era el resultado inevitable de tal carácter, según estas opiniones. Los políticos españoles del siglo XVIII se sintieron ofendidos por tales planteamientos y llevaron a cabo importantes reformas en la administración, el ejército, la marina de guerra, la agricultura, la industria, el comercio y la cultura.

                Las leyes de los reinos de la Corona de Aragón fueron abolidas, pero no las del reino de Navarra, por su apoyo a la casa de Austria en la guerra de Sucesión y se impusieron las de Castilla a nivel general. Se establecieron intendencias para controlar los negocios de territorios como Valencia. Se formó un ejército permanente con mozos de quinta o que tenían que acudir a filas por sorteo. Se consiguió formar la tercera armada de guerra del mundo, detrás de la británica y cercana a la francesa, con navíos de línea de cuatro puentes como el Santísima Trinidad. En algunos municipios, como el de Requena, se repartieron lotes de tierra entre los agricultores modestos, que a cambio tenían que pagar una cantidad anual o canon. Se crearon las Reales Fábricas de cristales de La Granja o de porcelana del Buen Retiro. La industria textil catalana tuvo un importante auge. Se mejoraron las grandes carreteras de la Península. El comercio con la América española se liberalizó y a partir de 1778 los buques españoles podían partir hacia allí desde otros puertos, como Barcelona o Alicante, y no solo desde Cádiz. Se creó la Real Academia de la Lengua y la de la Historia. Tras la expulsión de los jesuitas en 1767, se emprendió la reforma de los planes de estudios universitarios.

                El cénit de este reformismo se dio bajo Carlos III (1759-1788), que contó con ministros tan destacados como el conde de Aranda y el conde de Floridablanca, cabezas respectivamente del partido aragonés y del partido golilla. En el primero hubo nobles y militares originarios del reino de Aragón, especialmente, que fueron más favorables a las reformas ilustradas. En cambio,  los golillas o burócratas fueron menos audaces en su reformismo. A pesar de su rivalidad, coincidieron en su defensa de la monarquía absoluta, necesaria para acometer las reformas que España requería. Sus políticas han sido caracterizadas de Despotismo ilustrado, el de todo para el pueblo pero sin el pueblo.

                A fines del reinado de Carlos III, España no había recuperado de Gran Bretaña Gibraltar, pero sí Menorca y Florida tras apoyar la causa de la independencia norteamericana. Su imperio americano era más extenso y poblado que doscientos años antes, pero el descontento cundía entre sus gentes: los criollos o españoles nacidos en América se consideraban marginados por los peninsulares y los amerindios protestaron contra las duras condiciones de vida y los impuestos en Perú en 1780-1781.

                En la Península, el sistema de impuestos necesitaba de una urgente reforma, pues solo se pagaba una contribución única en los territorios de la antigua Corona de Aragón, mientras en la de Castilla había una multitud de impuestos de cobro complicado. La hacienda real no disponía de grandes reservas y la creación del Banco de San Carlos (el primer banco nacional español) no solucionaría los problemas de liquidez. Los españoles proseguían importando mucho y exportando demasiados metales preciosos americanos. Los nobles y los grandes terratenientes locales tenían mucha importancia, hasta tal punto que podían paralizar las reformas en sus territorios.

                España era un gigante con los pies de barro, que en su enfrentamiento contra Gran Bretaña (ansiosa de quedarse con los tesoros americanos) tenía la alianza condicional de Francia, donde también reinaba la familia Borbón.

                El impacto de la Revolución francesa en España.

                En la Francia de 1789 todo el mundo tenía un motivo de descontento contra los demás y la toma de la Bastilla el 14 de julio de aquel año anunció la revolución. El Antiguo Régimen fue impugnado de forma clara y entre 1789 y 1792 los revolucionarios declararon los Derechos del Hombre y del Ciudadano, abolieron los derechos señoriales, redactaron una Constitución o ley suprema que obligaba al rey a compartir el poder con un parlamento que representaba a la nación y trataron de someter la Iglesia a la autoridad del nuevo Estado. Pronto los franceses se dividieron, incluidos los revolucionarios, que tuvieron la hostilidad del rey Luis XVI y de su esposa austriaca María Antonieta. Algunos nobles y clérigos contrarrevolucionarios abandonaron Francia y buscaron refugio en el imperio austriaco, Prusia o España, donde hicieron propaganda de su causa.

                Hubo españoles, como el botánico valenciano Cavanilles, que simpatizaron con las ideas revolucionarias, pero el gobierno español seguía con preocupación los acontecimientos de Francia. A la muerte de Carlos III en 1788, había subido al trono su hijo Carlos IV, un tipo sin carácter que confió el gobierno en un ministro de su padre, el conde de Floridablanca, que utilizó la Inquisición como una verdadera policía política contra todo disidente o que lo pareciera.

                Sin embargo, España se encontraba enfrentada con Gran Bretaña por la costa pacífica de la América del Norte y necesitaba imperiosamente a Francia, que tampoco quería perder el comercio con España. Además, algunos revolucionarios franceses, como Condorcet, pensaban que los españoles también podían sumarse a la Revolución. Para limar asperezas con Francia, Floridablanca fue destituido a principios de 1792 por el conde de Aranda, que cayó en noviembre ante el empeoramiento de la situación.

                La ejecución en enero de 1793 de Luis XVI, acusado de traición, tiró por la borda el acercamiento a la Francia revolucionaria, que acusó a emisarios españoles de intentar comprar la vida del rey, el llamado ciudadano Luis Capeto. En marzo de aquel año España y Francia se encontraban en guerra.

                La guerra del Rosellón.

                España formaba parte de una gran coalición antirrevolucionaria junto a Portugal, Austria, Prusia y la misma Gran Bretaña. Algunos predicadores exaltados presentaron la guerra en España como una cruzada.

                Al principio, las tropas españolas dirigidas por el general Ricardos avanzaron por el Rosellón, donde en sus proclamas a la población emplearon el catalán. En el puerto de Tolón las naves españolas y británicas fueron derrotadas por el plan de artillería de un joven Napoleón Bonaparte.

                Lejos de arredrarse ante tantos adversarios, los franceses emprendieron la guerra revolucionaria, en la que todos los varones mayores de edad acudían al ejército sin excepciones. Los ancianos, las mujeres y los niños contribuían al esfuerzo bélico en la medida de sus posibilidades. Los cantos de la Marsellesa enardecieron a los combatientes que luchaban por la nación en peligro. Los considerados traidores eran guillotinados.

                En 1794, la guerra cambió a favor de los franceses. Las tropas españolas, las del ejército de quintas, no combatían con el mismo entusiasmo ni acierto y la falta de dinero empezó a pasarles factura. Los franceses irrumpieron en el Norte de Cataluña, tomando el imponente castillo de Figueras y amenazando Barcelona. Peor fueron las cosas por Navarra y el País Vasco, donde los representantes de Guipúzcoa llegaron a entregarse la provincia a los franceses, a cambio del respeto a la religión católica y a sus fueros o leyes particulares. Las tropas francesas tomaron Miranda de Ebro y amenazaron con avanzar hacia Madrid.

                En Cataluña, las autoridades tuvieron que recurrir a la ayuda de los municipios, que formaron tropas de defensa vecinal según la tradición legal catalana, los somatenes. Esta primera movilización de la población civil ha sido considerada un avance de la guerra de la Independencia de 1808-1814.

                Un político controvertido, Manuel Godoy.

                La Revolución francesa había quebrantado al partido golilla y al aragonés. En noviembre de 1792, Carlos IV apostó como ministro universal por un joven guardia de corps, Manuel Godoy, de familia noble de Badajoz.

                Hoy en día, la historiografía se muestra más comprensiva con Godoy que hace unos años. Al no tener las simpatías de los grandes partidos de la corte, se atribuyó su ascenso a la relación amorosa con la reina María Luisa, la esposa de un consentidor Carlos IV, según tales versiones.

                Hasta 1808 conservó, con intervalos, la confianza de los reyes. Escribió unas interesantes Memorias para defender su persona y tomó a veces medidas reformistas, como la desamortización o venta de la séptima parte de los bienes eclesiásticos en 1807, que causó mucha indignación en el México central. Impulsó la expedición del doctor Balmis de vacunación contra la viruela en el imperio español. Contó con los servicios de ilustrados como Jovellanos y protegió a Goya, mal visto por la Inquisición por la serie de grabados de Los caprichos, en los que censuraba aspectos de la sociedad española.

                En política exterior, restableció la alianza con Francia y entró a menudo en guerra contra Gran Bretaña por el dominio del Atlántico. Los resultados fueron desastrosos para España, aquejada además por las malas cosechas de 1800-1802 y por la irrupción de la fiebre amarilla  entre 1800 y 1806, atacando ciudades litorales como Cádiz y Alicante. El hambre, la enfermedad, la paralización del comercio y la subida de impuestos aumentaron el descontento contra Godoy, convertido con la ayuda de la propaganda de sus enemigos en el causante de todos los males de España.

                Paz con Francia y guerra con Gran Bretaña.

                A inicios de 1795, España había sido vencida claramente por Francia, comprometida en otros frentes de guerra europeos. Los radicales jacobinos habían sido desplazados del poder por los burgueses del Directorio, interesados en restablecer el comercio con España. El 22 de julio de 1795 se firmó la paz de Basilea, por la que los franceses devolvían sus conquistas peninsulares a cambio del Santo Domingo español, la actual República Dominicana y la antigua Española, el más antiguo establecimiento español en América.

                El 18 de agosto de 1796 se firmó el primer tratado de San Ildefonso, en el que se fue más allá al restablecerse la alianza con Francia. Al temor a Gran Bretaña se sumaba el miedo de Godoy a la oposición (conspiración de Malaspina) y el deseo de los reyes de apoyar a su hija la duquesa de Parma en Italia.

                En 1797 se entró en guerra con Gran Bretaña. Los españoles fueron derrotados en la batalla naval del cabo de San Vicente y perdieron en el Caribe la isla de Trinidad, pero lograron victorias en Puerto Rico y Tenerife, donde el célebre Nelson fue derrotado y juró no volver a atacar más Canarias.

                Napoleón llega al poder en Francia.

                Al caer el Directorio, Napoleón se convirtió en la figura dominante de Francia, al inicio como primer cónsul y luego como emperador. El 1 de octubre de 1800 firmó con España el segundo tratado de San Ildefonso, por el que se prometía a la duquesa de Parma el reino de Etruria en la Italia central a cambio de la extensa Luisiana, con ciudades como Nueva Orleans, que Napoleón terminaría cediendo a los Estados Unidos.

                Los españoles atacaron a los portugueses, aliados de los británicos, y conquistaron la plaza de Olivenza en la breve guerra de las Naranjas de mayo a junio de 1801, llamada así por el ramo de tal fruta enviado por Godoy a la reina.

                En 1802 Napoleón y Gran Bretaña hicieron unas breves paces, que permitieron a España volver a recuperar Menorca, pero en 1805 se volvió a la guerra. Napoleón se enfrentaba a la coalición de Gran Bretaña, Austria y Rusia y llegó a proyectar la invasión de Inglaterra. Su plan consistía en atraer a la flota británica fuera del canal de la Mancha con la ayuda de la armada española, unida a la francesa. Al final, la armada británica consiguió derrotar en Trafalgar el 21 de octubre de 1805 a la flota aliada. España recibió un durísimo golpe, al perder los esfuerzos de su reconstrucción naval del siglo XVIII y debilitar considerablemente la defensa de sus comunicaciones con América, en la que los británicos intentaron expansionarse. En 1806 y 1807 fracasaron en el Río de la Plata, no logrando conquistar finalmente ni Buenos Aires ni Montevideo.

                El bloqueo continental.

                Napoleón cambio de estrategia frente a Gran Bretaña y pensó rendirla cortando su comercio con el resto de Europa (bloqueo continental). Nuevamente necesitaba a España, aunque Godoy cada vez desconfiaba más de Napoleón, que llegó a entablar relación con los partidarios del príncipe Fernando, opuestos a Carlos IV y a Godoy.

                Al ser Portugal aliado de Gran Bretaña, Napoleón ofreció a Godoy conquistarlo. En el tratado de Fontainebleau (27 de octubre de 1807) se pensó dividir Portugal en tres partes: la del Sur sería para el mismo Godoy. Para apoyar la conquista española, entraría un ejército francés en la Península.

                El motín de Aranjuez.

                Las fuerzas francesas y españolas lograron entrar en Portugal con éxito, pero Napoleón exigió disponer de una ruta entre Francia y Portugal o desplazar la frontera hispano-francesa al Ebro, quedándose con los territorios al Norte. Sus tropas se habían establecido en puntos como Barcelona y Madrid.

                Temeroso de la situación, Godoy quiso trasladar a Carlos IV y a su esposa de Aranjuez a Cádiz para escapar a América en caso de necesidad, como había hecho la familia real portuguesa al marchar a Brasil.

                Sin embargo,  los partidarios del príncipe Fernando se amotinaron del 17 al 19 de marzo de 1808 en Aranjuez. Godoy no consiguió ocultarse en las esteras de su palacio y estuvo a punto de ser asesinado. Algunos nobles, poco amigos de las reformas, animaron la insurrección popular.

                Carlos IV fue obligado a abdicar y Fernando fue proclamado rey en contra de los usos habituales de transmisión del poder real del Antiguo Régimen. La polémica era considerable y la crisis estaba abierta. Napoleón, con todo su poder militar e influencia, era el árbitro de España.

                Para saber más.

                Gonzalo Anés, Economía e Ilustración en la España del siglo XVIII, Barcelona, 1981.

                Teófanes Egido, Carlos IV, Madrid, 2001.

                Richard Herr, España y la revolución del siglo XVIII, Madrid, 1979.

                Carlos Seco, Godoy, el hombre y el político, Madrid, 1978.