LA FALLIDA CRUZADA DE RODRIGO JIMÉNEZ DE RADA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
En el IV Concilio de Letrán de 1215 el enérgico Papa Inocencio III abordó la cuestión de la Cruzada. Además de combatir la disidencia cátara, las gentes de la Cristiandad debían de aunar sus esfuerzos contra los musulmanes. Ya en 1212 el pontífice había concedido las gracias espirituales de la Cruzada a los que acudieron a la campaña contra los almohades, que culminó en la batalla de las Navas de Tolosa.
Su sucesor Honorio III compartió su entusiasmo cruzado, animando una serie de acciones en Oriente y en Occidente que se han considerado parte de una Quinta Cruzada. En 1218 el poder almohade en Al-Ándalus ya daba señales de debilidad, pero todavía no se veía clara su desaparición. En verdad, los reinos cristianos de la península Ibérica no se encontraban en disposición de emprender grandes acciones. En Portugal, el clero requería una delicada reforma dentro de un complejo panorama político. Alfonso IX se encontraba excomulgado. Su joven hijo Fernando III se enfrentaba con la hostilidad de los poderosos Lara. La Navarra de Sancho VII carecía de fronteras con los andalusíes. El también mozo Jaime I se enfrentaba a su vez a una situación llena de complicaciones políticas tras la derrota y muerte de su padre en Muret.
En vista de ello, Honorio III se apoyó en el enérgico arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada, intentando de paso reafirmar la autoridad pontificia en Hispania. En la bula del 30 de enero de 1218 fue nombrado legado pontificio, con plenos poderes para organizar las acciones cruzadas en Occidente. Dispuso por ello de las sumas de las contribuciones de la vigésima, pero en realidad fueron los medios de su archidiócesis con los que contó. Llamó en su ayuda a los maestres de las órdenes militares, con los que conformó el núcleo de su hueste, y pudo atraer a algunos caballeros del Sur de Aquitania.
Al no ser suficientes tales medios, el Papa le ofreció en enero de 1219 la mitad de la contribución general de la vigésima. Además, los que tomaran las armas por la cruz en Hispania alcanzarían las mismas gracias espirituales de los que marchaban en expedición a Tierra Santa, conmutándose en marzo de aquel año el voto de los hispanos que se dirigían a Palestina para que permanecieran en Hispania.
En agosto de 1219 don Rodrigo reunió una fuerza de unos cincuenta mil guerreros. Emprendió su marcha desde Toledo hacia las tierras de Murcia y Valencia, esperando quizá disponer de la ayuda del independiente señor de Albarracín, el navarro Fernández de Azagra. De hecho, el papa había autorizado al arzobispo a emplear el interdicto contra los que atacaran Navarra si su rey se sumaba a la campaña. Los expedicionarios llegaron a Sierra, Serrezuela, Mira y Requena, donde debieron levantar el asedio ante su resistencia. Los resultados de la Cruzada occidental habían sido decepcionantes, y las espadas continuaron en alto en la Península.
Para saber más.
Manuel Ballesteros Gaibrois, Don Rodrigo Jiménez de Rada, Barcelona, 1943.

