LA FORTALEZA NAZI DE LOS ALPES. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

16.03.2015 06:53

                

                Tras desembarcar en Normandía los aliados,  los días del Tercer Reich parecían contados, aunque la lucha se antojaba en extremo dura. Fanatizados por años de adoctrinamiento nacionalsocialista, los alemanes opondrían una vigorosa resistencia en su suelo patrio, que defenderían con uñas y dientes. Se temió la actuación de unidades especializadas en la guerra irregular, desatando una pesadilla guerrillera digna de países ocupados como Yugoslavia. También se temió la oposición numantina desde las últimas áreas fortificadas por el nacionalismo, como el bastión de los Alpes.

                Las alturas alpinas ya habían sido mitificadas en extremo por el romanticismo germánico, convirtiéndolas en el refugio de los campeones de la causa patria y de las libertades nacionales, engrandeciendo la figura de Guillermo Tell. La fascinación por los Alpes también fue compartida por los nacionalsocialistas, que ofrendaron a Hitler la residencia del Nido del Águila cercana a Berchtesgaden. Allí se autoconsideraron los dueños del mundo, sucesores de los grandes héroes de la mitología germana.

                                               Imagen del Nido del Águila.

                            

                En un entorno natural sugerente y alejado de los grandes bombardeos que descargaban sobre las zonas industriales, muchos creyeron que allí se dirigiría Hitler para guiar la gran batalla de Alemania. En julio de 1944 algunas informaciones publicadas en periódicos de Suiza manifestaban que los nazis estaban emprendiendo ni más ni menos que la fortificación de los Alpes, excavando una considerable red de túneles y galerías subterráneas, en algunos aspectos similares a las realizadas por los propios suizos en los días de triunfo del III Reich.

                En noviembre de 1944 el gauleiter del Tirol Franz Hofer informó sobre la posibilidad de encastillarse en los Alpes, erigiendo un sólido bastión de resistencia. La cosa parecía tan seria que Eisenhower decidió enviar al Sur del territorio germano al Tercer y Séptimo Ejército en marzo de 1945 para yugular toda oposición.

                Sin embargo, las ideas de Hitler no pasaban por comandar la guerra desde los Alpes ni por animar realmente una resistencia guerrillera póstuma. Creyó casi hasta el final que su destino era muy similar al del rey prusiano Federico el Grande, cuya suerte cambió en plena derrota ante Francia, Austria y Rusia. Él dirigiría desde la cancillería de Berlín la lucha hasta sus últimas consecuencias, pues Alemania no le sobreviviría.

                Tal mentalidad digna de la trama de una ópera de Wagner le impidió considerar seriamente la posibilidad de refugiarse en un bastión alpino, una alternativa muy valorada por su consejero militar Jodl en febrero de 1945. Sólo cuando el 7 de marzo los aliados occidentales lograron cruzar el foso del Rin Hitler se avino a tratarlo.

                Su secretario Martin Bormann le comunicó el informe de Franz Hofer, que le explicó personalmente al Führer sus planes el 9 de abril. El temible baluarte, alrededor del área de Salzburgo, distaba mucho de los temores que había suscitado entre el alto mando aliado.

                Con un Berlín a punto de ser arrollado por los soviéticos muchos jerarcas nazis no quisieron seguir los wagnerianos pasos de Hitler, huyendo a los Alpes. Göring, el número dos del régimen, reclamó desde allí el título de Führer el 23 de abril, siendo degradado por un airado Hitler que el 29 del mismo mes, un día antes de suicidarse, ordenó la construcción de la fortaleza alpina, designando a Hofer su comisario.

                                               Imagen del gauleiter Franz Hofer.