LA INFLUENCIA POLÍTICA MUTUA ENTRE ESPAÑA E ITALIA EN EL XIX. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

19.02.2021 15:52

               

                En 1789, España era todavía un importante imperio e Italia una expresión geográfica, con Estados como el reino de Nápoles, en manos de una rama de los Borbones. Algunas casas nobiliarias españolas, como las de los condes de Oliva, todavía disponían de importantes propiedades en Cerdeña, dentro del reino de Saboya. En 1900, Italia era una de las nuevas naciones de la Europa del imperialismo, con pretensiones a revivir los días de gloria de Roma a despecho de los tropiezos, y España se enfrentaba al duro examen de conciencia del 98.

                En el siglo del despertar del nacionalismo, Italia se unificó y apóstoles de su causa como Mazzini la animaron a influir decisivamente en los destinos de las naciones de la gran familia europea. Mientras, España pasaba de ser un dilatado imperio mundial a una nación esencialmente europea según los cánones de la soberanía nacional, que en el último tercio del XIX asistiría al surgimiento de nacionalismos como el catalán. Muchas influencias españolas en Italia e italianas en España se encuadraron dentro del gran movimiento del liberalismo. ¿Lo sucedido en España sirvió de espejo a los nacionalistas italianos? ¿La experiencia de la Italia liberal pasó inadvertida en España?

                Las relaciones hispano-italianas eran muy antiguas, remontándose en verdad hasta tiempos de los romanos, y en el siglo XIX prosiguieron con igual vigor, bajo el fuerte impacto de la Revolución francesa y del imperio napoleónico, que movilizó importantes contingentes de tropas italianos en la península Ibérica. Los soldados de esta procedencia tampoco eran una novedad en suelo español.

                Napoleón puso en el trono español a su hermano José I, que había sido el rey de Nápoles, un dilatado reino con problemas comunes a los de la España meridional. A pesar de sus aptitudes, su reinado español fue un fracaso y tuvo que cargar con el sambenito de Pepe Botella. El puente hispano-italiano decimonónico no fue afirmado por el imperio napoleónico, sino por el liberalismo, con un lenguaje político común fácilmente reconocible.

                Aunque la Constitución siciliana de 1812, bajo la tutela británica, se alejaba de la de Cádiz del mismo año, la Pepa se convirtió en uno de los referentes de los liberales italianos, algunos ya con pretensiones nacionalistas, en particular durante el Trienio Liberal español, cuando grupos de aquéllos buscaron acomodo en tierras españolas. En el Alicante de 1822 combatieron como milicianos contra los absolutistas.

                Con la entrada de los Cien mil hijos de San Luis en España, pereció la España constitucional del Trienio, pero no su renombre entre personas como Mazzini. Con una notable red de ciudades prestigiosas y revalorizadas por el romanticismo, los patriotas italianos opuestos al absolutismo y a la dominación extranjera de Austria (denostada por su policía secreta) se fijaron en las rebeliones de las juntas españolas, capaces de combatir al invasor y de poner en pie una nueva autoridad nacional. Los menos proclives a recurrir al alzamiento popular, como los círculos de gobierno piamonteses, pusieron su atención igualmente en los pronunciamientos españoles, mucho más controlables a priori.

                Al retornar los exiliados italianos a sus tierras, se crearon áreas de refugio para los expatriados españoles. Las amargas experiencias de la Década Ominosa y posteriores granjearon en España una gran popularidad al Silvio Pellico de Mis prisiones. Las tormentas del 48, que tan reciamente descargaron sobre las Italias, fueron seguidas con preocupación por los moderados de Narváez y no menos vivo interés por sus opositores.

                Tras el Bienio Progresista, las guerras de unificación de Italia fueron seguidas con apasionamiento por la opinión pública europea. Los grupos liberales españoles se fijaron en sus soluciones a problemas muy familiares, como el elitismo de la dirección política, la situación reservada a la Iglesia católica y el empleo de cierta literatura para la movilización popular. Ciertamente, la unificación italiana sirvió para que las distintas fuerzas políticas de la España isabelina marcaran más sus diferencias, pues se puso en juego la idea de soberanía nacional y la posición del catolicismo dentro de la nación. Los debates acerca sobre el reconocimiento diplomático del reino de Italia en 1865 las pusieron de manifiesto.

                Los más conservadores defendieron la posición de la Santa Sede y censuraron el nuevo reino de Italia, los moderados expresaron sus reservas, los progresistas simpatizaron con la causa patriótica italiana, y los demócratas cargaron contra el poder eclesiástico y contemplaron el fin de los Estados Pontificios como una gran desamortización.

                Dentro del progresismo, se puede distinguir entre el pragmatismo del general Prim, que favoreció la entronización de Amadeo I, del esteticismo literario de Víctor Balaguer, que dedicó una serie de poemas a la causa italiana.

                En tales poemas, ensalzaba la monarquía piamontesa y el heroísmo de sus soldados, verdaderos almogávares en su sentir. Italia era una dama esclavizada por la tiranía austriaca, digna de ser socorrida. Estas imágenes fueron empleadas igualmente por el incipiente catalanismo, del que Balaguer fue un destacado representante. Algunas de sus composiciones fueron musicalizadas y popularizadas por los coros de Clavé. Adoptó este literato político las ideas de las fraternidades raciales de las naciones, como las del latinismo, aunque no se convirtió en un mero satélite de las aspiraciones de Napoleón III. Tal tendencia coincidió con la plenitud de la Juegos Florales en catalán y la emergencia del provenzalismo.

                Durante el Sexenio democrático, Garibaldi se erigió en un mito revolucionario de primer orden, digno del Che Guevara del siglo XX. Su carta a los españoles por el triunfo de su independencia, en la que los felicitaba por el derrocamiento de los Borbones, se convirtió en un verdadero hito. Fruto maduro de la influencia del Risorgimento sobre la Renaixença catalana fue la Jove Catalunya, que no siguió del todo el pensamiento de Mazzini.

                Dentro del campo demócrata, donde eclosionó el federalismo republicano, el pensamiento pacifista de Pi i Margall no se avino bien con la forma militar de unificar Italia de la monarquía piamontesa, pero figuras como la del citado Garibaldi gozaron de una gran fama e ideas como las de raza conformadora de la nacionalidad fueron adoptadas por Almirall.

                 Con todo, la nueva Italia no tuvo en España la relevancia que se auguraba al principio. En 1873, Amadeo I abdicó y en Europa se impuso la hegemonía alemana, hábilmente conducida por Bismark. Hundida la Francia de Napoleón III, el latinismo perdió fuerza frente al germanismo.

                Con un Vaticano en malas relaciones con el reino italiano, los integristas no se movieron de sus posiciones, mientras los otros grupos políticos se fijaron en otros países como modelo a seguir. Los conservadores de Cánovas pusieron sus ojos en la Gran Bretaña de la reina Victoria, y los republicanos en los pujantes Estados Unidos, mientras la filosofía alemana se fue abriendo camino entre la intelectualidad española. Años más tarde, los catalanistas conservadores propusieron como modelo para España el imperio austro-húngaro, en difícil relación con Italia.

                Solamente entre los liberales de Sagasta, en parte herederos de los antiguos progresistas, se mantuvo el aprecio por Italia, destacando el ya anciano Balaguer. El acuerdo hispano-italiano de 1887 resultó ser un modesto fruto de una vieja relación entre los dos vecinos mediterráneos.

                Los italianos se enfrentaron con problemas socio-económicos similares a los españoles, y en la emigración a América ambos confluyeron en la nueva Argentina. Los astilleros de Italia dispensaron barcos a la armada española, cuya renovación tras el Desastre del 98 corrió a cuenta de patentes británicas. Si España no entró en la I Guerra Mundial, fue porque Italia no se alineó con los Imperios Centrales. Cayó con la Gran Guerra el mundo decimonónico, y las relaciones hispano-italianas entraron en otra etapa de la Historia.

                Para saber más.

                Víctor Balaguer, Mis recuerdos de Italia, Madrid, 1892.