LA ITALIA JACOBINA Y EL PODER FRANCÉS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

04.11.2021 08:28

 

               

                En el siglo XVIII, Italia se encontraba desunida políticamente y dominada en parte por el imperio austriaco. Tal situación no era nueva en la Historia, pero en aquel siglo un grupo de intelectuales italianos hizo hincapié en la necesidad de una unión más estrecha, apelando a las glorias del pasado romano, tan celebrado por el neoclasicismo.

                La ilustración profundizó en la necesidad de ejercitar los derechos humanos vinculados a la nacionalidad, y la prensa afín cantó las alabanzas del idioma italiano. Tales mensajes calaron entre los grupos de los profesionales de la burocracia y del espíritu, deseosos de mejorar su suerte y la de su patria, lo que se avino bien con el afán de hacer propuestas y proyectos de los ilustrados.

                La independencia de Estados Unidos ofreció un ejemplo a muchos, el de unos patriotas que desde los poderes locales habían puesto en pie una organización superior, capaz de dotarse de una constitución. Sin embargo, lo que acontecería en la vecina e influyente Francia a partir de 1789 sería mucho más determinante para los italianos.

                Los llamamientos a la guerra de liberación de los pueblos de los revolucionarios franceses encontraron acogida entre los llamados jacobinos italianos, los partidarios de una república propia que acometiera importantes reformas sociales.

                Conquistada por los franceses a los saboyanos en 1793, Niza se convirtió en el punto de sus actividades, apuntando especialmente contra el gobierno oligárquico de Génova. Los más decididos pensaron movilizar las energías y los capitales de los italianos afincados en Londres, París y Cádiz para comenzar distintas insurrecciones en Italia. No obstante, los franceses no fueron vistos como libertadores por todos los italianos. En las cortes ducales del centro de la península se consideró como otro intento de extender nuevamente un poder extranjero. Desde Saboya se contempló con interés la paz que había concertado España con Francia, que podría dar la pauta de una alianza beneficiosa para saboyanos y franceses.

                Más allá de tales circunstancias concretas, se manifestó con fuerza durante este tiempo la idea del resurgimiento italiano, del entroncar con el glorioso pasado romano, de la regeneración del presente según las virtudes cívicas de la antigua república. Su visión del renacer nacional sería muy aplicada por otros movimientos nacionalistas posteriores.

                Bajo el Directorio, las apelaciones de los más radicales a favor de la causa patriótica italiana no fueron muy escuchadas. Buonarroti la presentó como de sumo interés para los republicanos franceses, pues conseguirían abatir a la absolutista Austria, al fanatismo del Papado y a la competencia británica. Sin embargo, sí se emprendió finalmente una importante política en Italia, en la que el éxito del joven Napoleón tuvo tanto protagonismo. Sus victorias frente a Austria llamaron enormemente la atención.  

                Con maestría política, Napoleón insistió en que sus tropas venían para liberar a los italianos, y sus proclamas tuvieron gran seguimiento entre los jacobinos de unos Estados que se desmoronaban. Reggio-Emilia, Módena, Ferrara y Bolonia se proclamaron repúblicas en 1796. Unieron sus fuerzas, origen de la República Cispadana, y celebraron en Reggio-Emilia un congreso (más tarde trasladado a la menos radical Módena por Napoleón), en el que se dirigieron a todos los italianos y en el que se discutió sobre su constitución. Su bandera sería la tricolor horizontal con los colores rojo, blanco y verde.

                En Milán se dieron cita patriotas de todos los rincones de Italia tras la entrada de los franceses en 1796, y el gran consejo de la república cisalpina dio la ciudadanía a todos los italianos tras el tratado de Campo Formio, como los venecianos, con el permiso francés. La ciudad se convertiría en la capital de la República Cisalpina el 29 de junio de 1797, en verdad un Estado satélite de los franceses que incorporaría a la República Cispadana al mes siguiente.

Lo cierto es que Italia tenía una arraigada tradición republicana, concretada desde la Edad Media en ciudades tan poderosas como Génova o Venecia, que llegó a ser cabeza de un auténtico imperio comercial y colonial. Sin embargo, tal republicanismo había fomentado la división italiana, y los nuevos republicanos rechazaron sus gobiernos oligárquicos. En 1797, Brescia rechazó enérgicamente su sumisión a una Venecia en crisis para incorporarse a una nueva república que representara a todos los italianos.

                Aquel grito de libertad nacional se atenuó considerablemente por el poder francés. Su constitución siguió el patrón de la del Directorio, y Napoleón aguó el alcance revolucionario del movimiento, anticipando mucho de su comportamiento futuro. Su afán de crear un ejército cispadano no pretendía crear una ciudadanía dispuesta a defender sus derechos, sino contar con tropas auxiliares. El Napoleón auténtico y el legendario, el del oportunista y el del liberador, se forjaron por entonces.

                Un claro ejemplo de la subordinación de la causa patriótica italiana a los intereses franceses fue el tratado de Campo Formio del 17 de octubre de 1797, por mucho que se hubiera insistido en fijar la frontera de la nueva Italia con Austria en los Alpes por seguridad y para mantener la libre navegación en el Adriático. Mientras Francia controlaba la república cisalpina, con Brescia y Bérgamo incorporadas, el Véneto se entregaba a Austria. Antes de pasar a manos austriacas, los franceses saquearon Venecia, llevándose los caballos de San Marco.

                El primer nacionalismo italiano se extendió más allá de los círculos republicanos  proclives a Francia, y fue utilizado por elementos más conservadores, como los de los Estados Pontificios contrariados por las conquistas de Napoleón. Retrató a los franceses como unos nuevos bárbaros que saqueaban los tesoros artísticos de Italia y profanadores de la religión católica, la de los italianos. Tan contundente mezcla de elementos sería empleada años más tarde en España contra los napoleónicos.

                Los franceses, y en especial Napoleón, se aprovecharon del sentimiento nacionalista italiano, pero no consiguieron finalmente reducirlo a ocasional auxiliar de sus empresas, como demuestra la Historia de la unificación de Italia.

                Fuentes.

                Ettore Rota, Il problema italiano dal 1700 al 1815 (l´idea unitaria), Roma, 1953.