LA LUCHA ENTRE ESPAÑA Y CROMWELL, ENTRE LO RELIGIOSO Y LO MUNDANO. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
España e Inglaterra fueron enemigas, pero también aliadas en los siglos XVI y XVII. Carlos I, cuando era príncipe de Gales, aspiró a un matrimonio español, deseo que terminó con una ruptura de hostilidades entre ambas monarquías. Años más tarde, se enfrentaría a una oposición cerrada y contundente en sus reinos. Terminó decapitado y en Inglaterra se proclamó una república. El poder español se encontraba por entonces bastante castigado por la insurrección en Cataluña, secundada por Francia, y por la separación de Portugal y sus dominios. La paz con las correosas Provincias Unidas era una necesidad, cuando todavía se combatía con los franceses en distintos frentes.
Desde Inglaterra se habían seguido con vivo interés los sucesos de la Monarquía hispánica, como los de Cataluña. Sin embargo, el torbellino de las guerras civiles había impedido aprovechar tal situación. El embajador Alonso de Cárdenas informó como a Carlos I se “le cortó públicamente la cabeza a las nueve del dicho (6 de febrero de 1649) en un tablado que se levantó delante de su palacio de Whitehall, con asombro general de la multitud del pueblo que asistió a espectáculo tan horrible”. Conocedores de la importancia que España concedía a la defensa del catolicismo a nivel diplomático, los embajadores de la derrocada realeza inglesa le insistieron en 1650 a que animara al Papa a alentar la resistencia de los católicos, particularmente activos en la conflictiva Irlanda. Desde octubre de 1642 los dirigentes de los católicos irlandeses se habían reunido en la asamblea de Kilkenny, dotándose de una verdadera constitución política. En el pasado, los españoles habían secundado la oposición católica en Irlanda contra el poder inglés, llegando a desembarcar unidades militares, pero ahora no era el mejor momento para abrir un nuevo frente. El 27 de abril de 1652 el mismo Cárdenas recibió poderes como ministro plenipotenciario para tratar con el parlamento de la república de Inglaterra, con la pretensión de continuar la buena amistad y establecer un tratado en consonancia. El pragmatismo de la diplomacia española alcanzaba a ver la importancia estratégica de los puertos de las islas Británicas y el valor de los recursos navales ingleses, claves en la preservación de los dominios de los Países Bajos y en la derrota de Francia.
El acercamiento hispano-inglés, a despecho de la ejecución de Carlos I, parecía plausible, máxime cuando la agitada Francia no se mostraba dispuesta a reconocer a la nueva república de Inglaterra. No sería la última vez que la monárquica España hiciera causa común con una república regicida por imperativos diplomáticos. El idilio, sin embargo, duró poco por tres grandes puntos de discrepancia: el acceso a las Indias, el trato dispensado por la Inquisición a los mercaderes protestantes ingleses y el pago de impuestos sobre el comercio. Ya desde fines del siglo XVI los españoles residentes en Londres habían observado la popularidad del protestantismo más riguroso, el de los puritanos, en los círculos mercantiles ingleses, que habían secundado mayoritariamente al parlamento contra el rey en las guerras civiles. El acceso a los puertos y a los recursos del imperio español les resultaba de un valor incalculable. Sabían burlar las cortapisas del sistema monopolista del comercio español con América, y sostenían una importante actividad en puertos como el de Alicante, de gran valor en las operaciones con el Norte de África. Si la separación de Portugal les concedía una buena oportunidad de hacer prosperar sus negocios, la paz hispano-neerlandesa los enfrentaba a un notable competidor, las Provincias Unidas.
A los españoles tampoco les complacía la expansión ultramarina de los ingleses, ni su protestantismo militante, particularmente a sus círculos rectores. La nobleza castellana, atenta al servicio a la corona y a los lucrativos tratos con las Indias, había interiorizado el pensamiento de la Contrarreforma. En su correspondencia con el séptimo duque del Infantado, don Rodrigo de Sandoval Mendoza, don Pedro de Mendoza Enríquez expresaría elocuentemente en octubre de 1656 su temor a que los puritanos difundieran sus doctrinas (“templos de apostasías”) en tierras de la Monarquía. Si la España de mártires ejemplares podía cerrarles el paso, las Indias de evangelización reciente, “sin escrúpulos, ayunos, confesiones y con libertad de conciencia de los naturales” podían resultar presa fácil a su entender. El tiempo de las guerras de religión no parecía todavía pasado por mucho que se tuvieran muy presentes elementos más mundanos.
La república inglesa no gozó de estabilidad política, y en abril de 1653 el comandante del ejército parlamentario Oliver Cromwell disolvió la última representación del llamado parlamento largo. Pronto se avanzó hacia una forma de gobierno más autoritaria, y el 16 de diciembre de 1653 Cromwell fue proclamado oficialmente lord protector. Hombre determinado, de arraigadas creencias puritanas, los españoles terminarían acusándolo de conducirse de forma más ostentosa que los derrocados reyes de Gran Bretaña, expresión ya empleada por la diplomacia española.
Ingleses y neerlandeses sostuvieron una guerra por motivos comerciales y coloniales que duró hasta el 15 de abril de 1654. Sin embargo, el Protectorado no consideró adecuado mantener la paz exterior, especialmente con la aborrecida España. A esta atmósfera de hostilidad contribuyó la llegada de judíos sefardíes desde Ámsterdam, vista con buenos ojos por puritanos como Cromwell. La expulsión de 1492 era recordada con amargura, y además de servir a los sultanes otomanos también colaboraron con las Provincias Unidas en territorios como el de Brasil. A pesar que los grandes mercaderes de Londres se opusieron a su establecimiento por temor a su competencia, el lord protector terminó permitiendo su presencia en 1657. El caso de Antonio Robles, en el curso de las hostilidades contra España, terminó determinando el sentido de la balanza. Al declararse el embargo sobre los mercaderes españoles, perdió sus bienes Antonio Robles, que manifestó entonces su condición de sefardí y de español por imposición.
Abiertas las hostilidades, los ingleses decidieron hacer uso de su poder naval, que se articuló en tres grandes escuadras. La primera escuadra, de treinta navíos, se desplegó en el canal de la Mancha para evitar el retorno de Carlos II de tierras germanas. Se temía que los Estuardo emprendieran militarmente su restauración, explotando el descontento de los disidentes de los tres reinos de Inglaterra, Escocia e Irlanda.
La segunda fue enviada al Mediterráneo, al mando del almirante Robert Blake. En teoría debería de exigir al duque de Florencia el cobro de lo restante de la indemnización por pérdidas de guerra, sufridas por los ingleses cuando se refugiaron en 1653 de las fuerzas neerlandesas en el puerto de Liorna. Su objetivo, con todo, era más ambicioso. El 16 de febrero de 1655 partió la escuadra de Liorna en dirección a las costas norteafricanas, las de las regencias otomanas. Trípoli fue atacado y los cautivos ingleses liberados, represaliándose a los comerciantes ingleses en Egipto al conocerse las noticias. Las naves de Blake también recalaron en Túnez y Argel, antes de alcanzar a comienzos de junio las aguas de la bahía de Cádiz, el estratégico punto de enlace de las naves españolas que iban y venían de las Indias. España no hizo causa común ni con los otomanos ni con sus regencias, pues sostenía una implacable lucha con Argel, no dejando de insistir distintas voces en su conquista.
El despliegue de fuerza naval no sólo pretendía hacerse con la flota española de las Indias, con caudales que sostenían el crédito de la golpeada Monarquía hispana, pues también se acarició la idea de conquistar territorios a los españoles en América, el llamado Western Design, animado por Thomas Gage, el autor de The English-American. En nombre de Dios, los tiránicos españoles serían expulsados de las Indias y sus naturales podrían disfrutar de las mieles del gobierno puritano, que no dudó en emplear todo el arsenal propagandístico de la conocida leyenda negra. Una fuerza de treinta y seis navíos partió hacia aguas americanas el 6 de enero de 1655. A fines de febrero alcanzó las islas Barbados. Se consiguió conquistar a los bucaneros de origen francés y neerlandés las estratégicas islas de San Martín y San Cristóbal, pero el ataque a la española Santo Domingo con un ejército de siete mil hombres concluyó en fracaso el 23 de junio. Del ambicioso Western Design quedó la conquista de la isla de Jamaica solamente.
Mientras seguía su curso la guerra hispano-inglesa, el Protectorado y el rey de Francia concertaron el 3 de noviembre de 1655 una paz, con la pretensión de favorecer el comercio entre ambos Estados, si bien eran los prolegómenos de una acción militar concertada contra el común enemigo español. Las cuestiones religiosas y de legitimismo regio se dejaron a un lado oportunamente en este caso. A 9 de mayo de 1657 concertarían una alianza militar contra España, las Provincias Unidas, Dinamarca y Polonia, enemigas estas dos últimas de su aliada Suecia. Se pretendía “la ruina y destrucción de la orgullosa y tiránica monarquía española” fundamentalmente.
La diplomacia española tampoco se encontraba ociosa, y el 12 de abril de 1656 Felipe IV suscribió un tratado de paz con Carlos II, con asistencia del gobernador de los Países Bajos el archiduque Leopoldo. Carlos debía recuperar su trono, asistiéndolo Felipe con cuatro mil infantes y dos mil caballos, aprestando medios de conducción al lugar de Gran Bretaña que se estimara más oportuno. Si cobrara fuerza y buen éxito su causa allí, se le socorrería con el dinero oportuno. A cambio, Carlos se comprometía al acceder al trono a ayudar a la recuperación de Portugal con tropas inglesas e irlandesas, junto a una flota de doce navíos. Tampoco sus súbditos emprenderían nuevas plantaciones o colonizaciones en América, además de devolver lo tomado en ultramar desde 1630, particularmente lo conquistado por el Protectorado. Estas condiciones reflejaban los puntos débiles españoles, y no fueron en absoluto cumplidas en los futuros años de reinado de Carlos II.
Se añadió, además, un artículo secreto de cariz religioso, en el que insistieron los negociadores españoles, por el que se prohibían las leyes contra los católicos en los tres reinos. Se facultaba el libre ejercicio del catolicismo, particularmente en las plazas más idóneas para alzar sus templos, siguiéndose el modelo que Enrique IV de Francia acordó con los hugonotes. En Irlanda, que Cromwell había invadido entre 1649 y 1653 con furia, se restituirían los bienes y las rentas de los católicos, otorgándoles la paz y asamblea de Kilkenny de 17 de enero de 1648. Tales puntos tampoco se cumplirían. Sería la Francia de Luis XIV, en lugar de la más débil España de Carlos, la que emplearía los argumentos de defensa del catolicismo contra Inglaterra en las décadas sucesivas.
Mientras se trazaban planes de alianza de muy difícil cumplimiento, los ingleses proseguían atacando las costas y la navegación de España. Naves inglesas fueron avistadas en Rota a 12 de junio de 1656, especulándose si su objetivo último sería intimidar Lisboa (al no haber alcanzado el Protectorado un acuerdo con Portugal a su satisfacción) o atacar una flota neerlandesa de noventa y ocho navíos, dotados cada uno con un mínimo de ochenta y seis cañones. Paralelamente, los ingleses reconocieron hasta tres veces el terreno del estratégico Gibraltar, que ya entraba dentro de sus planes, obligando a su gobernador a rechazarlos con una fuerza de noventa jinetes y ochenta mosqueteros. También se dio la alerta en las costas de Huelva. La presencia inglesa en estas aguas buscaba capturar las naves llegadas de Indias. A comienzos de octubre de 1656 el gobernador de Cádiz, el conde de Molina, dio noticia del apresamiento de naves de la flota de Indias, como el galeón capitaneado por Antonio de Hoyos. Se consiguió una suma cercana a los cuatro millones de reales.
Con tales recursos, sin embargo, el Protectorado no podía proseguir su gran ofensiva en distintos frentes, desde Canarias a los Países Bajos. Cromwell tuvo que convocar un parlamento adicto para conceder los oportunos fondos de guerra. Mientras, cundía el desánimo entre más de un responsable de la Monarquía hispánica. Dios castigaba a sus gentes con enfermedades y derrotas, cuando Cromwell se dirigía al Altísimo como si pretendiera ser un profeta antiguo. Tales consideraciones, dignas de las guerras de religión, no nos han de hacer olvidar que también se combatía por la primacía naval y comercial y por la hegemonía de una Europa en pleno cambio.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO DE LA NOBLEZA.
Osuna, CT. 18, D. 75 (1-3).
ARCHIVO HISTÓRICO NACIONAL.
Estado, 2778, Parte 1ª, Expediente 12.