LA ORGANIZACIÓN DEL PRINCIPADO DE ASTURIAS.

16.04.2018 16:50

                Los castellanos medievales, del Norte del Duero a las Canarias.

                Los territorios que compusieron la Corona de Castilla atesoraron una rica Historia institucional, con notas comunes y particulares a la par. La singular combinación de autoridad real, organización concejil y representación restringida se inscribió en el mundo político de la Baja Edad Media y del comienzo de la Moderna. Los estamentos insistieron con fuerza dispar, según el territorio, a que el rey cumpliera con la ley del reino, hasta tal punto que algunos historiadores han abogado por la existencia de una auténtica constitución histórica de alcance europeo que se apoyaba en crónicas que presentaban una visión interesada del pasado, ya que la ley se apoyaba en los usos y las costumbres mantenidas a lo largo del tiempo.

                El principado de Asturias fue en el siglo VIII un reino que dio origen entre el IX y el X al de León, del que se desgajaría la Castilla primigenia. Ensalzada como cuna de la Hispania renacida frente a la conquista islámica, la de la peña de Covadonga que anuncia mayores horizontes, las Asturias de Oviedo parecieron finalmente apartadas e infrarrepresentadas en relación a las ciudades con voto en Cortes. A comienzos del siglo XVII los asturianos se quejaron que León pretendiera hablar por ellos en la espinosa cuestión del servicio tributario de los millones. Conscientes de sus privilegios y usos legales, reclamaron el respeto de sus monarcas y se envanecieron de ser sus fieles servidores. En la guerra de las Comunidades tomaron el partido del gobierno real, que en ciertas ocasiones les recordaría que franquearan a los ganados de la Mesta la sal de sus alfolíes. En cierta manera el principado asturiano presenta notas comunes con las provincias vascas dentro del Norte cantábrico.

                Entre 1388 y 1444 se configuró definitivamente el perfil principesco de Asturias (ya diferenciadas las de Oviedo de las de Santillana), que se asignó al príncipe heredero de Castilla con la debida concesión que comportaba el acatamiento de sus privilegios. Para frenar las apetencias de los linajes de la pequeña nobleza local como los Argüelles (deseosos de labrarse señoríos poniendo bajo su control las polas o localidades), los concejos de realengo prestaron su ayuda a reyes y príncipes enredados en vidriosos conflictos.

                El conde de Luna, Diego Fernández de Quiñones, era adelantado de León y merino de Asturias, e intentó transformar su autoridad en un poder semejante al que el conde de Haro tenía sobre Vizcaya. En la guerra que enfrentó a Enrique IV con su hermanastro el príncipe don Alfonso se posicionó a favor del segundo. La maniobra despertó un gran temor entre algunos linajes de la pequeña nobleza y prohombres urbanos. En mayo de 1466 se convocó una reivindicativa junta general de ciudades y polas. Para ganarse su favor, don Alfonso tuvo que reconocer el 20 de enero de 1467 que Asturias nunca sería enajenada del patrimonio regio (asociándose como principado al primogénito sucesor), sus concejos podían establecer alfolíes, el corregidor debía gozar del consentimiento de la junta, y la autorización de una hermandad al modo de Álava para preservar el orden público. Don Alfonso podía nombrar un alcalde mayor, pero con la anuencia del conde de Luna como merino mayor. Se ha sostenido que la junta general compensaba que una ciudad como Oviedo no tuviera voto en las Cortes castellanas. La ordenanza de 1494 perfiló tales instituciones asturianas más allá del precedente conjunto de concejos y territorios de obediencia diversa.

                Aunque se prometió a los asturianos que darían su visto bueno a los corregidores del rey, su figura acabó siendo incuestionable. El corregidor y juez del principado de tiempos de los Reyes Católicos terminó convirtiéndose en el gobernador de los Austrias menores, que también acumuló la condición de oidor de la Chancillería de Valladolid en un territorio tan sensible en el problema de las sacas de mercancías. Su ejercicio acostumbró a ser trienal y según los modos administrativos castellanos sometidos a finales de su mandato a un juicio de residencia en el que se le obligaba a rendir cuentas de su actuación. Por debajo del gobernador se situaron los corregidores de los concejos.

                Desde la Corte se pretendió más tarde que estos corregidores cobraran el engorroso tributo de los millones, pero los asturianos reaccionaron con viveza en defensa de sus instituciones. Solo su gobernador podía hablar por ellos en estos temas y ordenar la preceptiva recaudación con la ayuda de las juntas, cuyas ordenanzas de 1594, las del gobernador Duarte de Acuña, tuvieron una destacada importancia.

                Sobre el carácter de las juntas a lo largo del tiempo se han hecho disquisiciones diversas. No fueron la derivación de la antigua corte asturiana en la que los magnates aconsejaban y enmendaban al monarca ni tuvieron un carácter verdaderamente parlamentario, capaz de obligar a las autoridades regias a rendir cuentas y de dar satisfacción de sus agravios. Sin embargo, representaron a los concejos realengos y en ocasiones alzaron la voz por sus derechos, lo que no fue poco en la Castilla de los Austrias.

                Entre los prohombres de los municipios de realengo se escogieron a los diputados del principado, dividido en seis grandes partidos: el de Oviedo, Avilés, Llanes, Villaviciosa, Cinco Concejos y Cangas de Tineo. Se le añadió un séptimo, el de las obispalías o concejos liberados del dominio señorial del obispo de Oviedo. A los concejos eclesiásticos se les reservó un tercio de voto en las sesiones. Junto a estos diputados se sentaron el procurador general del principado y su alférez mayor, un oficio que en el siglo XVII recayó en el linaje de los Queipo de Llano, además del gobernador.

                Alrededor de la junta general del principado se desarrollaron una serie de conflictos institucionales muy propios de su tiempo. El procurador general tuvo varias controversias con los regidores ovetenses. Con los de Caso también hubo sus más y sus menos por los sorteos para participar en las juntas.

                Los concejos mantuvieron celosamente su autoridad local. De gran complejidad territorial interna, el de Gijón comprendió veintisiete lugares. En 1662 el marqués de Campo Sagrado prestó ayuda a los vecinos de Langreo ante el gobernador, pero los concejos dirigidos por grupos de prohombres locales a veces plantaron cara a figuras como el citado marqués por cuestiones contributivas.

                El primer día de mayo cada tres años se iniciaban las reuniones de la junta, que en los intervalos dejaba una diputación. Para atender a las peticiones del monarca, como el tercio de los trescientos infantes, se comisionó a una serie de encargados, entre los que tuvo una especial singularidad el mayordomo de la guarda de los caminos.

                En 1717 el gobierno de Felipe V intentó atar más corto a la junta general. El gobernador reforzó su autoridad en calidad de regente de la recién creada audiencia de Oviedo. Con razón se ha considerado la junta una institución del Antiguo Régimen, pero de la misma emanaría un proceso revolucionario cuando las circunstancias lo permitieron. Con las tropas napoleónicas en España, la junta manifestó disponer de la soberanía en ausencia del rey el 1 de septiembre de 1808 en la iglesia catedral de Oviedo. Para muchos autores, todo el mundo del liberalismo sería impensable sin estos precedentes, ejemplo del pensamiento político europeo del Antiguo Régimen.

                Víctor Manuel Galán Tendero.

                Fuentes y bibliografía.

                SUÁREZ, Luis, Enrique IV, Barcelona, 2013.

                ARCHIVO GENERAL DE SIMANCAS.

                Registro del Sello de Corte, LEG, 147807, 98 y 149104, 184.

                Patronato Real, LEG, 82, doc. 137,7.