LAS CADENAS DEL CRÉDITO BABILÓNICO. Por Verónica López Subirats.

09.04.2015 00:04

 

                El gran Hammurabi (1792-50 antes de nuestra Era) ha pasado a la Historia como uno de los principales dirigentes de la antigua Mesopotamia, que tanto incomoda hoy en día a los fanáticos destructores del patrimonio artístico y cultural de la Humanidad. Su celebrado Código se ha convertido en un referente para el estudio de los problemas sociales y de todo género de aquella importante hora histórica.

                                        

                En la actualidad los problemas de endeudamiento amargan la vida de demasiadas personas en nuestro país y en otros como Estados Unidos con fama de avanzados. Los más modestos padecen las más amargas apreturas y encajan los zarpazos más hirientes de la maldita crisis coyuntural de turno. El problema no es nuevo, precisamente.

                En el alba del segundo milenio antes de Jesucristo las deudas ya asediaban a los pequeños cultivadores, herederos de los primeros agricultores de la Historia. La neolitización trajo un importante avance para la supervivencia humana, pero también agudas dificultades sociales.

                Los impagos y la morosidad alcanzaron unos niveles tan elevados que el astuto Hammurabi ordenó lo que hoy en día llamaríamos una quita, la suspensión de muchas deudas particulares ante la imposibilidad de su cobro. Decomisar los bienes de los deudores ahondaría el desequilibrio social y contribuiría a la inestabilidad política de un imperio como el babilonio en expansión.

                Ya en aquel tiempo se había forjado un grupo de comerciantes interesados por la recaudación de los tributos del emergente Estado, los tamkârum. Las redes mercantiles que transitaban por Mesopotamia se extendían ya desde el mar Egeo al subcontinente indio, ofreciendo notables ganancias a los más despiertos y afortunados.

                Los mercaderes más acaudalados estaban en condiciones de avanzar el montante de muchas recaudaciones anuales a los gobernantes a cambio de percibir ellos mismos a través de sus agentes los tributos correspondientes con importantes licencias. Los impuestos cada vez resultaban más onerosos y los pequeños agricultores terminaban cediéndoles sus bienes y engrosando las filas de los servidores de los poderosos.

                                

                Los mayores potentados eran los templos, los grandes comerciantes y el Estado, bien servido por una cancillería encargada de administrar cuidadosamente su patrimonio, según se refleja en los archivos conservados.

                El emperador podía tener a bien ceder las rentas de algún lugar a uno de sus servidores más importantes en recompensa de sus acciones y a la espera de su apoyo en los momentos bélicos más peligrosos. Las recaudaciones procedían de arrendatarios que pagaban puntualmente un censo,  de aparceros a los que se adelantaba dinero, semillas o animales a cambio de una parte de la cosecha y del trabajo de braceros compensados con un pequeño lote de tierras.

                En esta sociedad los esclavos o wardum carecieron de la importancia del mundo greco-romano y el crédito, las deudas y las recaudaciones sirvieron para modelar una jerarquía social clara dentro de un sistema económico que combinaba desarrollo comercial y agronómico con explotación de las rentas, llamado a perdurar durante muchos siglos.