LAS COMPLEJAS MONARQUÍAS FEUDALES. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

27.05.2021 12:19

               

                Nuestras nociones de autoridad y de Estado están muy influidas por el derecho público romano, que fue tomado como punto de referencia por muchos legistas de la Europa del Antiguo Régimen.

                El feudalismo, entendido de forma simple, se presentó como la dislocación de la autoridad pública, desmembrada entre grupos rivales, y su superación como la condición inevitable para el establecimiento del Estado moderno. Sería, pues, el feudalismo un triste paréntesis de la Historia de Europa.

                La evolución de la Alemania medieval, la del Sacro Imperio, parece avalar tal teoría. El fortalecimiento de los poderes feudales en la Baja Edad Media frustró el Estado autoritario y nacional, que ni Carlos V ni su hermano Fernando fueron capaces de imponer definitivamente.

                Tal planteamiento adolece de distintos defectos. Un territorio tan romanizado como Italia tampoco alumbró nada similar al Estado nacional de los liberales del siglo XIX. Otra cosa fueron Estados como las repúblicas de Génova o de Venecia, tan poderosas como originales, que en poder nada tuvieron que envidiar a más de un reino.

                Durante años, algunos autores consideraron Castilla ausente del mapa feudal de Europa, un islote de hombres libres, aunque hoy en día se reconoce el carácter señorial de su sociedad, que no dejó de proyectarse en sus instituciones, como los acostamientos o pagos por lanzas de los que tanto provecho extrajo la alta nobleza.

                Feudalismo y Estado autoritario no se disocian tan fácilmente, y las monarquías feudales fueron algo más que simples coaliciones nobiliarias acaudilladas por el rey de turno. La Inglaterra normanda puso a prueba en más de una ocasión su nervio feudal, tanto en la conquista como en la organización de lo conquistado, y hoy en día algunos la consideran un afortunado ejemplo de colonización medieval.

                Bajo algunos monarcas capaces, puso en pie una corte organizada, con su cancillería y oficina tributaria, el exchequer. Inglaterra fue dividida en condados, con un sheriff al frente para impartir justicia en nombre del rey. A cambio de sus feudos, los grandes señores tuvieron que rendir pleitesía al monarca, asistir tres veces al año a su curia y aportar fuerzas militares cuando se necesitara. Quien no pudiera concurrir en campaña, debía pagar una redención en metálico.

                Los reinos hispánicos, que se expansionaron por tierras andalusíes, pudieron exhibir logros similares. Francia, tradicionalmente considerada única, no se encontraba sola como una monarquía que afirmó su autoridad sobre los basamentos del feudalismo. Es más, la conquista de Occitania por los cruzados del Norte francés ha sido proclamada recientemente como una victoria de la ordenación feudal.

                Las monarquías feudales alcanzarían, en términos amplios, mucho más allá de la Edad Media, y las podríamos reconocer en la Polonia condicionada por la nobleza o en la misma Francia desgarrada por la Fronda. El modelo de orden podía convertirse en ejemplo de caos político, según las circunstancias. La trayectoria histórica de la Castilla del siglo XV así lo acredita.

                Un titular afortunado o astuto podía emplear los recursos a su disposición para concitarse voluntades y neutralizar a sus enemigos, alcanzando el virtuosismo del príncipe de Maquiavelo.

                En este equilibrio inestable, entre un Enrique el Impotente y una Isabel la Católica, la guerra desempeñó un papel crucial. Aquella fuente de prestigio y de riqueza en caso de victoria podía convertirse en pesadilla al girar desfavorablemente la rueda de la Fortuna. Las devastaciones, los impuestos, las derrotas en el campo de batalla y las humillaciones pusieron contra las cuerdas a reinos del poder de Francia durante la guerra de los Cien Años.

                Con sus alternativas variables, la guerra fue un elemento perenne del paisaje europeo y modeló fuertemente la organización de sus sociedades. El mismo feudalismo originario estaba configurado con la vista puesta en el campo de Marte. Cuando la misma guerra se hizo más compleja y numerosa, con sus nutridos ejércitos y sus nuevas fortificaciones y armas, las instituciones tuvieron que dar cumplida respuesta al reto. En unos lugares se fortaleció el cesarismo real, con la ayuda de sus funcionarios, y en otros las Cortes, con brazos como las diputaciones del general de los reinos de la Corona de Aragón, meticulosas en el proceder y puntillosas a la hora de hacerse respetar.

                En aquellas sociedades guerreras organizadas para la guerra se reguló estrictamente la actividad bélica, más allá del reparto del botín de campaña, y se establecieron periodos de tregua y de paz, garantizados por la ley, que no dejó de convertirse en un instrumento de lucha incruenta, pero igualmente competitiva, del que gustaron los mismos caballeros dispuestos a erigirse en paladines de la autoridad misma.

                En la competitiva sociedad de las monarquías feudales o de los Estados se forjó un verdadero pluralismo, manifestado más allá de las Cortes. Los mismos señores feudales que rendían vasallaje al rey eran, a su modo, verdaderos monarcas de sus dominios, con sus instituciones y vasallos, caso de los marqueses de Villena. Los más afortunados alcanzaron el nivel de los duques de Borgoña, monarcas de facto sin título real.

                A nivel local, a escala menor, aquellos grandes señoríos se encararon con problemas muy similares a los de las más timbradas monarquías de Europa, caso de los grandes electores alemanes que podían decidir la suerte del Sacro Imperio, no tan alejado de otros reinos como pudiera parecer a primera vista.

                Reyes y grandes señores se las vieron con las comunidades urbanas y campesinas que les pagaban impuestos y prestaban no pocos servicios. Cada vez mejor organizadas bajo dirigentes locales, de variada procedencia, articularon sus propias huestes, algunas tan renombradas como las mesnadas concejiles castellanas.

                Cuando los vikingos atacaron tierras francesas, algunos caballeros inhibieron la resistencia popular campesina. Siglos más tarde, los comunes de los Países Bajos, Suiza o Italia alinearían poderosas fuerzas de combate. Paradójicamente, las fuerzas de la Revolución francesa emplearon la movilización popular contra las tropas mercenarias del Antiguo Régimen. Con sus contradicciones, las mismas monarquías feudales albergaron las fuerzas de su cénit y las de su ocaso, preparando el terreno de la evolución histórica.

                Para saber más.

                Thomas N. Bisson, La crisis del siglo XII. El poder, la nobleza y los orígenes de la gobernación europea, Barcelona, 2010.