LAS CORTES, CORAZÓN DE LA REVOLUCIÓN LIBERAL ESPAÑOLA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

26.09.2025 08:20

              

               La guerra de la Independencia posibilitó el inicio de la revolución liberal en España. El levantamiento contra el poder napoleónico arrumbó a las autoridades del Antiguo Régimen en muchos lugares. En el proceso revolucionario, la importancia de las Cortes resultó esencial, al igual que en la Francia de 1789.

               Así lo destacó José María Blanco White. El sevillano fue un destacado intelectual español nacido en 1775, que terminó sus días en tierras británicas en 1841. Vino al mundo cuando la Ilustración trataba de reformar el Antiguo Régimen de la España de Carlos III, y lo abandonó cuando el liberalismo había consumado su revolución en su país natal. La crisis de tal transformación se refleja en su vida misma, pues pasó de ser sacerdote católico a anglicano. Su visión crítica de la España que combatía contra el imperio napoleónico se reflejó en sus artículos del diario El Español entre 1810 y 1814, una forma de ver las cosas que no se modificaría en los años sucesivos, como bien acredita su Autobiografía.

               La publicó, por ello, primero en inglés, apareciendo en el mercado editorial con posterioridad a su fallecimiento en 1845 en el Londres liberal y cosmopolita de los comienzos del reinado de Victoria I. Sin embargo, no se publicaría en español hasta 1975, coincidiendo con la muerte de Franco. En este último año se leyó y recuperó a José María Blanco White como un ejemplo de compromiso con la Libertad, que defendió desde su exilio.

               Con un estilo muy cercano al de los actuales artículos de opinión política, defendió la importancia capital de las Cortes en la revolución española, particularmente en los años que mediaron entre el comienzo de la guerra contra Napoleón a la apertura de las Cortes, entre 1808 y 1810. Fueron momentos de verdadera revolución y de guerra, que comenzó de forma prometedora y se prolongó de manera mucho más problemática para las fuerzas españolas. Correspondió en principio a una Junta Central reunir los esfuerzos de todas las juntas territoriales para ganar la guerra y reformar España. Sin embargo, no tuvo éxito ni en lo uno ni en lo otro. Trasladó su sede de Aranjuez a Sevilla, donde fue sustituida por una Regencia de tendencias más conservadoras. Los sinsabores y las ilusiones de los españoles que combatían contra Napoleón coincidieron con el cénit de su poder, cuando trataba de fortalecer su bloqueo continental contra Gran Bretaña, antes de lanzarse a su infructuosa conquista de Rusia.

               Escribió Blanco White que “desde el mismo comienzo de la revolución se había hablado insistentemente de la necesidad de convocar las Cortes españolas,” defendiéndose las ideas del contrato social de Rousseau, las de la soberanía nacional, cuya sede estaría en las mismas Cortes. Sin embargo, “no había duda de que la Junta Central se oponía secreta, pero decididamente, a esta medida”, una clara denuncia de los opositores al cambio revolucionario. La presidencia del conde de Floridablanca, ministro de Carlos III y de Carlos IV, de la Junta Central no resultó del gusto de muchos.

               Con todo, “era también evidente que la opinión pública la obligaría a ceder”, apelándose nuevamente a la fuerza de la soberanía nacional, expresada por la opinión capaz de avergonzar a los de la Junta Central. Por ello, “posponer el día aciago fue siempre la norma política de aquel grupo de hombres egoístas e imbéciles”, todo un garrotazo contra los absolutistas de la Junta Central, en términos muy contundentes. Egoístas e imbéciles, contrarios a la generosidad e ilustración de los liberales, sólo les preocupaba que no se convocaran Cortes en un día   contraproducente para ellos. Aquí se descalificaba ya al adversario político de manera inmisericorde, anunciando los futuros enfrentamientos entre españoles.

                ¿Cómo habían llegado al poder semejantes imbéciles? No por sus méritos, según nuestro autor, sino por “la casualidad o la intriga había llevado al gobierno del país en tiempos difíciles.” Era hora de entregar el gobierno patriótico a personas de verdadero mérito, a los liberales. Implícitamente también se anunciaba la necesidad de arbitrar procedimientos para acceder al poder con equidad, como las elecciones establecidas en la posterior Constitución de 1812.

               Con todo, había excepciones. “Aun el mismo Jovellanos (de quien me es imposible no hablar con respeto) se dejaba arrastrar por unos recelos profundamente asentados hacia todo lo popular.” El gran intelectual ilustrado Jovellanos llegó a sufrir prisión en Mallorca en el reinado de Carlos IV. A pesar de los pesares, le recriminó su miedo hacia el pueblo, el depositario de la soberanía nacional. En verdad, “él quería restaurar las Cortes, pero más como pieza de museo, con ropajes del siglo quince, que como cuerpo efectivo de gobierno.” Blanco White combatía aquí con suavidad a los tibios que desean una transacción con el Antiguo Régimen.

                La ideología liberal de José María Blanco White fue incuestionable, mostrándose en conclusión como un claro defensor de la soberanía nacional representada en Cortes, negada por los absolutistas y aguada por los partidarios de la transacción con el Antiguo Régimen. Su parlamentarismo fue bien visto en una Gran Bretaña con una monarquía parlamentaria ya bien asentada, con grupos radicales que abogaban por la ampliación del derecho al voto más allá de los grupos más opulentos. Sin embargo, sus opiniones no resultaron tan bien recibidas entre parte de los españoles del siglo XIX. Su reivindicación de la importancia de las Cortes de tiempos de la guerra de la Independencia, las reunidas en Cádiz, no cayó en saco roto precisamente, como demostraría entre otras cosas el soberbio monumento conmemorativo de su centenario en la misma Cádiz, lleno de alegorías e imágenes políticas evocadoras.