LAS DENOSTADAS TAIFAS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

21.11.2014 17:12

 

                Hay épocas con muy mala prensa entre los historiadores, como la de los reyes de taifas. Entre el 1031 y el 1086 Al-Andalus se dividió fatalmente en varios emiratos. Las intrigas palaciegas, el derroche innecesario y el retroceso ante los cristianos fueron su triste legado, de tan detestable recuerdo que las censuradas autonomías de la España actual merecen en boca de muchos el calificativo de taifas.

                La palabra significa bandería o división, contraria a la unidad entre musulmanes encarnada en el califato. Los musulmanes andalusíes fueron grandes y temidos bajo el califato de Córdoba, perdiendo su poder tras su disolución definitiva en el 1031.

                Esta divisoria simplona no hace justicia a la verdad histórica. Las raíces de la separación se encuentran en los tiempos de grandeza califal del siglo X, cuando se mantuvo sin grandes dificultades el poder de Badajoz, Toledo o Zaragoza frente a la capital cordobesa, aprovechándose de su condición rectora de la frontera militar con la Cristiandad. La militarización califal acentuó el problema al recurrirse a contingentes de origen bereber y eslavo, acantonados en puntos distintos, por parte de Al-Mansur, que no dejó de socavar la legitimidad del propio califa. A su muerte el régimen cordobés contenía demasiados elementos de fragmentación.

                Al mismo tiempo las taifas no dejan de ser el resultado del éxito del desarrollo urbano y económico califal en la franja mediterránea, proyectando su poder entre las Baleares y el Norte de África.

                Los emires de las taifas (impropiamente llamados reyes) no fueron a nivel general la clase de imbéciles y corruptos que algunos relatos coloristas nos pintan. Entre ellos hubo políticos capaces, guerreros dignos y sabios varones preocupados por la expansión y el esplendor de sus dominios. En sus cortes palaciegas floreció la cultura y el arte. Grandes poetas ornaron aquel tiempo.

                Cada uno de ellos aspiró a su manera a erigirse en un gobernante respetado, pero al final el fragmentado tablero andalusí se simplificó a favor de Zaragoza, Toledo y Sevilla. La diagonal de Granada a Valencia resultó muy disputada.

                            

                De todos modos la partida no se decantó por ningún emirato, sino por los reinos hispanocristianos, que habían fortalecido su capacidad de ataque gracias a la adopción de modelos sociales feudales, bien capaces de alumbrar un grupo de expertos caballeros ansiosos de botín y prestigio. En los encuentros militares los cristianos se fueron imponiendo a los islamitas, que creyeron encontrar el remedio a sus males comprando la paz. Emires poderosos como el de Zaragoza se avinieron a pagar tributo, las parias, a los pamploneses  o los aragoneses.

                La satisfacción de tales imposiciones agravó la carga fiscal sobre la población andalusí, ya de por sí castigada con otros tributos. Los reinos hispanocristianos se disputaron vivamente su cobro, formando alianzas de circunstancias con algunos poderes islámicos. Poco a poco los andalusíes iban perdiendo su fuerza primigenia. Algunos lo han considerado una astuta estrategia de desgaste, pues todavía la Cristiandad no contaba con los contingentes repobladores suficientes.

                En el 1085 caía la cabeza del águila andalusí, Toledo, en manos leonesas y castellanas. Su rey Alfonso VI manifestaba pretensiones imperiales sobre Hispania, recibiendo ofrecimientos de capitulación de algunos. Era la gota que colmaba el vaso. Con una población en estado de agitación y un amenazado territorio, los aguerridos almorávides se ofrecieron como salvadores del Islam hispano. El éxito de su empeño no fue duradero y no consiguieron solucionar los graves problemas en exceso atribuidos a las desafortunadas taifas.