LAS GRANDES BATALLAS DEL GRAN CAPITÁN. Por Gabriel Peris Fernández.

24.11.2014 13:55

 

    Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, no ha disfrutado en la tercera temporada de la declinante serie Isabel del protagonismo histórico merecido. Los haberes andan cortos y los guionistas prefieren jugar a Amar en tiempos revueltos con un indigesto refrito de Locura de amor, en el que la enloquecida hija parece mayor que la madre, pese a lucir ojerosa la bella actriz que interpreta a la católica reina.

    Don Gonzalo era a principios del siglo XVI un militar experimentado en Granada y en Italia. Sabía perfectamente lo que era conocer la derrota. En aquellos días no estaba nada claro quién iba a convertirse en el señor del reino de Nápoles, en el dominador de la atrayente Italia. Ni los españoles se encontraban precisamente sobrados de fuerza ni los franceses carentes de ella. El tesoro de los reyes de Francia era muy capaz de sufragar nutridos ejércitos, en los que participaban con sumo interés las fuerzas de piqueros suizos, considerados imbatibles por muchos.

    En 1500 el tratado de Granada había consagrado la división del reino napolitano, correspondiendo a los españoles Apulia y Calabria, próximas a la estratégica Sicilia, en manos aragonesas desde fines del siglo XIII. Resultó ser un compás de espera. Los franceses volvieron a la carga con renovados bríos.

    Poco a poco los españoles se fueron replegando. El Gran Capitán escogió Barletta  a orillas del Adriático para refugiarse. Los franceses lo siguieron y lo acosaron. Él respondió con calma, lanzando acciones de desgaste por sorpresa contra sus rivales, que quedaron desconcertados en más de una ocasión. Notable fama alcanzó el reto del 21 de septiembre de 1502 entre once pares españoles y otros once franceses, que cayeron vencidos por aquéllos. Con gallardía don Gonzalo dio tiempo al tiempo, a que la armada comandada por Juan Lezcano quebrantara a la francesa en Otranto. Por fin llegó el ansiado socorro.

    Aquel no era momento de contemplación timorata, sino de actuación decidida. Fernández de Córdoba tuvo el instinto ofensivo de los grandes generales de la Historia, y ordenó que sus fuerzas avanzaran hasta un punto idóneo para plantar cara a las huestes del rey de Francia. Ese lugar fue Ceriñola, tan famosa más tarde, a la que llegaron los españoles montando cada caballero a un infante en su corcel. No había tiempo que perder.

    Llegados los españoles, cogieron sus palas y excavaron sin demora un foso defensivo. Con su tierra dispusieron un parapeto provisto de estacas afiladas, capaces de desgarrar a un caballo. En un montículo cercano se dispusieron trece cañones. Don Gonzalo no confundió la celeridad con la temeridad. Sabía que contra los suyos marchaba la temible fuerza del duque de Nemours, valiente caballero que tenía bajo su mando a los experimentados piqueros suizos, que tantos disgustos le habían dado.

    La ventaja española residía en atraer a los franceses a una trampa mortal, con astucia digna de los almogávares en los Balcanes siglos atrás. El Gran Capitán desplegó a sus mil arcabuceros en primera línea junto al parapeto, especialmente en los extremos, guardando el foso. Sus 2.500 piqueros alemanes formaron en el centro de la formación, protegida a cada lado por 2.000 ballesteros y coseletes españoles. Como se temía que el enemigo los desbordara por algún punto, tuvo la prudencia de ubicar 400 caballeros (pesados y ligeros) en cada flanco, con la esperanza que pudieran convertirse en perseguidores. En el promontorio otros 850 caballeros lo acompañaban. Era un día 28 de abril de 1503.

    El de Nemours actuó con imprudencia, confiado en su potente ejército, como otros muchos capitanes de la Historia de Francia. Atacó hacia la derecha. Abrían su formación los imponentes caballeros pesados o gendarmes en número de 2.000, seguidos de 3.000 piqueros suizos y otros 3.000 gascones protegidos con artillería. Cerraban la formación 1.500 caballeros ligeros. Todos cantaban victoria entonces.

    Los cañones españoles abrieron fuego, pero un accidente provocó un incendio en el montículo. En pleno centro de mando la confusión podía haber resultado letal. El Gran Capitán se condujo con enorme entereza, sin dar valor a lo ocurrido. “¡Ánimo! ¡Éstas son las luminarias de la victoria! ¡En campo fortificado no se necesitan cañones!

    Mientras tanto los gendarmes se dieron de bruces contra el foso. Les fue imposible cruzarlo a la par que eran diezmados por los tiros de los arcabuceros. Cayó Nemours y el orgullo de la caballería francesa. Los suizos intentaron darle la vuelta a la situación, pero su empeño quedó atascado en el mismo foso. Cesaron los tiros de los arcabuceros para que piqueros alemanes y caballeros españoles arrollaran al quebrantado ejército francés. Todo duró una hora.

                                                

    Tras victoria tan resonante entró la hueste de los Reyes Católicos el 15 de mayo en la ciudad de Nápoles, abatiendo la enconada resistencia en  Castel Nuovo, y la que restaba de Luis XII de Francia corrió a Gaeta en busca de refugio. Cifraron sus esperanzas, que no eran vanas, en la flota de Prijan salida de Génova y en un nuevo ejército de 25.000 hombres, que terminaría al mando del duque de Mantua.

    Asediar Gaeta se antojaba tan infructuoso como peligroso, arriesgándose a ser copado por fuerzas superiores, y en octubre don Gonzalo alzó el sitio y avanzó su posición al Sur del río Garellano con 13.700 hombres.

    Fiel a su cautela, se mantuvo temporalmente a la defensiva, decapitando toda intentona francesa de cabeza de puente río abajo, como la capitaneada por el legendario Pierre Bayardo. Noviembre trajo las lluvias y el aumento de las aguas del río. Las Navidades forzaron la confraternización y los parabienes entre ambos ejércitos.

    Gonzalo no bajó en ningún momento la guardia. Compartió los sacrificios diarios de sus hombres en el frente, declinando cómodos alojamientos de las cercanías. Aguardó la llegada de 3.000 hombres más, enviados gracias a los buenos oficios del linaje de los Ursinos. Ordenó a su maestro ingeniero Pedro Navarro que le fabricara un puente movible con pequeñas piezas.

    Lo empleó a 8 kilómetros al Norte del campamento francés un 29 de diciembre. Cruzaron los españoles por allí aprovechando la oscuridad. Completó la maniobra la argucia de la retaguardia española, que fingió irrumpir por el lado escogido por los franceses para tender su cabeza de puente. Al mando de Andrade cumplieron a la perfección su cometido. Los franceses acudieron presurosos creyendo detener su avance, pero sólo consiguieron ser atacados por la espalda.

    Los capitanes franceses yacían dispersos en distintas aldeas a resguardo del frío y de la humedad de la estación, y sus soldados se encontraron coartados en sus movimientos por los grandes barrizales. No pudieron agruparse, y cayeron bajo el poder español sin remedio. Algunos opusieron resistencia cuando trataban de acogerse a Gaeta, pero todo fue en vano.

    La victoria resultó apabullante, y el primero de enero de 1504 Gaeta cayó. El 11 de febrero el tratado de Lyon ratificaría el triunfo español, reconociendo Francia el dominio del reino de Nápoles a su rival, que no se hubiera conseguido sin el genio del Gran Capitán. Batallas de otra índole le tenía reservadas el destino.