LAS LECCIONES DE LA FRONDA. Por Carmen Pastor Sirvent.

29.06.2015 18:22

                La minoría de edad de Luis XIV, el que más tarde fuera Rey Sol, entre 1648 y 1652 estuvo empedrada de problemas muy serios, que conmovieron a la monarquía francesa, por aquel entonces en manos del sinuoso cardenal Mazarino, el hombre fuerte empeñado en proseguir la obra de otro ilustre cardenal, Richelieu. Ana de Austria, la madre del rey, lo apoyaba.

                La guerra contra los españoles en la Europa Occidental estaba pasando una pesada factura a los franceses, también agobiados por la pobreza y la precariedad de las cosechas. Los impuestos como la taille se antojaban intolerables y no sólo por su cuantía, sino también porque gravaban bienes de la nobleza.

                Precisamente los nobles tampoco llevaban bien el creciente absolutismo del gobierno real, añorando tiempos más participativos. La conducta de muchos intendentes provinciales se censuró como tiránica. Encontraron el balsámico auxilio de los parlamentos o tribunales de justicia encargados de dar curso legal a las disposiciones reales. Podían paralizar, en consonancia, las que consideraran poco respetuosas con las leyes del reino. El parlamento de París alzó su voz con elocuencia.

                

                En julio de 1648 las Cortes quisieron poner bajo control el poder real, limitando sus actuaciones de justicia. Se deseó también auditar sus cuentas, pero Ana de Austria y el cardenal Mazarino reaccionaron con dureza. Se ordenó la detención del parlamentario Bronssel. En París estallaron los tumultos durante dos días hasta lograr su liberación. Las hondas o frondas de los insurrectos de pocos medios dieron nombre al movimiento que para algunos anunció la Revolución de 1789.

                

                Se formaron milicias ciudadanos y se publicaron libelos contra el odiado cardenal. La corte se trasladó a Saint-Germain-en-Laye, bajo la protección del príncipe Condé. París soportó con entereza el asedio de los realistas.

                    

                En la paz de Rueil los frondistas lograron mucho de lo que se proponían, excepto la reunión de los Estados Generales como parlamento autónomo. La intransigencia de Condé condujo de todos modos a una nueva guerra en 1650, en la que Mazarino contó con la cooperación parisina. La situación fue particularmente grave en Aquitania, concretamente en Burdeos, donde los parlamentarios y los burgueses secundaron a los grandes aristócratas, que también recibieron el apoyo de España.

                La nueva victoria de Mazarino hizo temer al parlamento de París por sus logros, lo que forzó la proclamación de la mayoría de edad del rey. Condé no se resignó y volvió a la carga. La guerra volvió a abrasar Francia hasta 1652, manifestándose una vez más París contra Mazarino.

                

                Más allá de los hechos y de las personalidades en lucha, la Fronda aporta una serie de lecciones. El principio de la superioridad de la ley ya estaba muy arraigado entre los franceses y otros europeos de la época, facilitando la adopción y toma de partido por ciertas ideas políticas. Tampoco el absolutismo siempre tuvo, precisamente, las simpatías de la nobleza. Fue la disparidad de las fuerzas contrarias al absolutismo la que hizo fracasar el movimiento, pero también la ausencia de un movimiento tan determinado como el de los puritanos de Cromwell al otro lado del canal. En las guerras de la Fronda, por otra parte, Francia se descubre más allá de París en toda su variedad cultural y política. Para el futuro centralismo quedaría la doma de sus grandes regiones.