LAS NO SIEMPRE DULCES NAVIDADES.

24.12.2017 11:01

 

                Las fiestas navideñas forman parte de los dominios de la reina Felicidad, para algunos por derecho incuestionable, aunque otras reinas se muestran decididas a disputárselos. En los particulares cuentos de Navidad el pesimismo termina vencido, pero no por ello deja de aparecer. Cuando de los cuentos pasamos a la historia, de lo pintado a lo vivo, las cosas aparecen más revueltas y menos unánimes, menos proclives a reinos de fábula.

                Los anhelos de paz de las fechas no evitaron de ningún modo que en 1667 el gobernador de Alicante y el capitán de un navío disputaran por unos tiros. En aquella plaza portuaria, de donde según la tradición parte San Nicolás en dirección a los Países Bajos para dispensar sus obsequios, las relaciones entre navegantes y vecinos pasaron por todas las situaciones imaginables, desde la cooperación bajo cuerda del contrabando a la hostilidad manifiesta.

                A modo de recuerdo de los munificentes romanos, algunas autoridades municipales repartían comida entre los menesterosos durante la Edad Moderna. Llegadas las fechas navideñas, se disponían en Barcelona puestos de rifa de tales alimentos. La idea de los maratones solidarios de hoy en día parece tener largos antecedentes. Sin embargo, las cosas rodaron mal en 1619, cuando se destrozó una de sus mesas en presencia de uno de los consejeros municipales.

                En estos días de buenos deseos y de propósitos no menos beneméritos, la felicitación viene como anillo al dedo. Entre las autoridades los parabienes eran obligatorios. No se podían tomar a la ligera, pues simbolizaban el intercambio de favores en el que se fundamentaba el metabolismo de las Monarquías del Antiguo Régimen. En la Corona de Aragón, con un monarca acatado y generalmente ausente durante los siglos XVI y XVII, la felicitación navideña a los virreyes por parte de las autoridades locales no era asunto baladí. Las cortesías se extremaban cuando de individuos de confianza se trataba, capaces de facilitar una dádiva y de promover la posición de ambiciosos pretendientes al cargo y al honor. Aguinaldos y pagas en recompensa daban cuenta de la largueza, de la generosidad, de aquellos dispensadores de dicha a sus hechuras. El patronazgo conllevaba tales deberes. Las felicitaciones navideñas, por ende, fueron miradas con lupa por gentes tan quisquillosas como los inquisidores, siempre dados a sutilezas incriminatorias. En 1646, año ciertamente conflictivo, el Tribunal del Santo Oficio apreció descortesías en los parabienes dirigidos al virrey de Valencia, el conde de Oropesa, entonces en malas relaciones con el consejo general de la capital valenciana por razones de impuestos y de elecciones.

                Precisamente, las fechas navideñas eran propicias en distintos lugares a la elección anual de los oficios municipales, dentro del régimen de la insaculación, y al cobro de ciertas imposiciones, lo que a veces amargaba la festividad. Al menos quedaba el consuelo que en Navidad se podían concertar préstamos a devolver en otra fecha significativa y celebrada del año.

                Las cosas se agravaban considerablemente cuando acontecía alguna catástrofe meteorológica, muy lejos de los idílicos paisajes nevados con los que se complacen las postales contemporáneas, que tantos elementos de la Europa y de la América del Norte han adoptado. En nuestro variable clima mediterráneo, las fuertes lluvias podían ocasionar riadas como la que en 1783 asoló la sevillana Palma del Río por Navidad.

                Conscientes de la importancia a todos los niveles del solsticio de invierno, las autoridades municipales crearon instituciones de abastecimiento y socorro para que actuaran en caso de necesidad, por supuesto más allá de Navidad y a lo largo de todo el año. Los colonizadores españoles las extendieron a las Américas, y en 1569 se creó en la ciudad de México una alhóndiga o depósito de maíz, con licencia para vender a precios asequibles de junio a Navidad a los lugareños necesitados.

                Como no todo tenía que ser desdicha en tan señalada fiesta, la pena se podía combatir con la medicina de la alegría y de la diversión. José Santiago de Santos escribió allá por 1775 La virtud aun entre persas lauros y honores granjea, un juego completo de diversión casera para Navidad y Carnestolendas, con dos loas y dos entremeses para siete hombres. En esta curiosa obra, se proponía a un grupo de amigos o de contertulios disfrazarse de emperadores y figurones de la corte persa, muy del gusto dieciochesco europeo, tan proclive a orientalismos. Indiscutiblemente, la cosa pasaba por divertirse y dejarse de penas, al menos por un día, en el que no por tópico se desea de todo corazón feliz Navidad.

                Víctor Manuel Galán Tendero.