LAS VERDADES DE LOS CRISTOS DE CELULOIDE.
La Semana Santa ofrece un cómodo rellano a muchos sufridos trabajadores, pese a que la procesión de automóviles les deje cuerpo de saeta. La televisión se ha sumado gustosa al martirio de los cristianos aplicando la penitencia de películas de romanos y de estampas de la primera comunión. La saturación entre el jueves y el viernes en cuestión ha tenido poco de santa.
En muchas localidades de nuestra colorista geografía se redoblan los tambores con fuerza para torturar al diablo, pobre réplica del telespectador al que se ha golpeado con un aluvión de banalidad y de santería. La figura de Jesucristo no sale muy airosa en ciertos lances peliculeros.
Aquí trataremos de ser caritativos y no ejerceremos de sayones romanos con Nuestro Señor en la cruz viendo la timba montada. Del cine cristológico se pueden salvar algunas honrosas excepciones, que más nos hablan de la mentalidad de sus creadores que de otros arcanos.
La figura de Jesucristo persigue, obsesiona y modela la vida del Anthony Quinn de la italiana Barrabás (1961), un perdido sin solución aparente que termina rindiéndose ante su mensaje de salvación. El problema de la marginalidad urbana sale a relucir en esta película que tampoco retrocede frente a la evidencia de los miedos ante la eternidad capaces de carcomer a los más pintados. En forma de cine de aventuras se traza una producción de gusto neorrealista y angustias existencialistas, muy propia de una sociedad que no sólo tiene hambre de pan. El milagro económico de la Europa de la postguerra no ha calmado la sed de verdad. La reacción ante el Cristo ausente en la pantalla hace patente semejante problema.
Al otro lado del Atlántico tampoco se alimentaban los hombres sólo de pan y muchos se plantearon un mundo más justo, más acorde con unos ideales democráticos reverenciados e incumplidos al mismo tiempo. El movimiento por los derechos civiles perfiló en la gran pantalla un Cristo laico, el Espartaco de 1960, el esclavo que comenzó una rebelión por una noche de amor digna y que sólo anhela casarse, ir a la escuela nocturna y ver la televisión como todo hijo de vecino. Su muerte en la cruz anuncia la liberación de los futuros esclavos, instando a los Estados Unidos a no seguir el camino de la perversa Roma discriminando a la población negra y persiguiendo a pobres guionistas rojos. Claro que en casa de herrero, cuchillo de palo: la epopeya de la libertad se rodó en la España de Franco con un ejército de quintos, veteranos y chusqueros a alquilar a precio razonable por los potentados del séptimo arte.
Estas dos películas nos dicen muy a las claras que Jesucristo es en la gran pantalla tal y como nosotros nos lo imaginamos, y aquí está la tercera muestra, la del torturado de retablo de La pasión de Cristo (2004), que ostenta el gusto postmoderno por lo historiográfico y siente con amargura el horror por la tortura, aunque se recree en los tormentos y exprese con arte el padecimiento de la Dolorosa en forma de madre que sufre viendo caer a su hijo. La brutalidad contemporánea aparece sin tapujos en esta película dirigida por Mel Gibson.
Nuestros Cristos tienen poco de divino y mucho de humano, pues el cine se ideó entre otras cosas para la nueva sociedad de masas, consumidora de procesiones, indigestiones playeras y estupideces sin cuento.
Gabriel Peris Fernández.