LOS AÑOS DEL DORADO AISLAMIENTO BRITÁNICO. Por Gian Franco Bertoldi.

10.05.2015 00:27

                En la Europa de la Restauración los británicos consiguen preservar su sistema parlamentario y disfrutar de su poder internacional tras las guerras napoleónicas.

                        

                En 1830 triunfa la revolución liberal en Francia, entronizándose Luis Felipe de Orleáns, el rey burgués, y la separación de Bélgica del reino de los Países Bajos acerca a franceses y británicos, viejos rivales. Cuando en 1837 sea coronada la reina Victoria, Gran Bretaña conforma con Francia una especie de bloque liberal frente al absolutista de Austria, Prusia y Rusia. Tanto España como la entonces dividida España entrarán dentro del área de influencia franco-británica.

                En aquel momento el Reino Unido dispone ya de una importante base industrial. Sus naves no parecen tener rival y su comercio se extiende por distintos lugares del planeta. Ha sido el gran beneficiario de la derrota de Napoleón y de la disolución de la mayor parte del imperio español. La Alemania imperial todavía no ha emergido y los Estados Unidos son una joven promesa que no es capaz de apoderarse del Canadá.

                Los franceses aparecen aún como sus mayores competidores, especialmente en un área tan sensible como la del Mediterráneo, donde el declive del imperio turco otomano, que ya ha sufrido la amputación de Grecia, añade muchas incertidumbres.

                Los comienzos de la conquista francesa de Argelia (teórica regencia otomana) no han sido vistos con simpatía por Londres, dueña de Gibraltar y de Malta. El apoyo de Luis Felipe al egipcio Mehmet Alí quebranta a los otomanos, lo que desagrada a los británicos preocupados por la entrada de franceses y rusos en la cuenca oriental mediterránea.

                                            

                Londres y París rompen sin llegar al enfrentamiento y en 1841 firmaron la convención de los Estrechos para dejar el Bósforo y los Dardanelos libres del paso de naves de guerra. Se temía a los buques rusos por parte británica.

                Las aguas se aquietaron entre los dos grandes países ribereños del canal de la Mancha, aunque el matrimonio de Isabel II de España alzó alguna marejada.

                La gran revolución de 1848 convence a los políticos británicos de no implicarse profundamente en los asuntos de la turbulenta Europa. Inglaterra al fin y al cabo ha hecho la Gloriosa Revolución. Sus historiadores destacan con orgullo su carácter parlamentario y gradualista, apartándose de los excesos franceses según su opinión. El equilibrio de poderes parece asegurado y los británicos pueden consagrarse a la expansión ultramarina en Asia y Oceanía.

                El Reino Unido sale de su dorado aislamiento en momentos puntuales, cuando siente amenazado tal equilibrio. Entre 1854 y 1856 se alía con Francia y el imperio turco, entre otros, contra la Rusia de Nicolás I en la guerra de Crimea. En la India la rebelión de los cipayos (1857-59) le permite fortalecer su poder.

                            

                Ciertamente no es capaz de frenar la expansión conquistadora de los Estados Unidos a costa de un México en descomposición, pero mantiene con firmeza el Canadá, impide de momento la incorporación a la joven Unión de la Cuba española y se mantiene prudentemente al margen, dentro de ciertos límites, de la guerra de Secesión norteamericana.

                En Europa no impide la unidad italiana, que considera una conquista del liberalismo moderado, ni se enreda en guerras como Napoleón III. La misma actitud adopta ante Bismarck y la formación del II imperio alemán, su gran rival del futuro.

                Hacia 1870 no parece dispuesto a abandonar su dorado aislamiento, máxime cuando Bismarck no se muestra contrario a Londres. El movimiento imperialista puesto en marcha por Francia y al que se encadenaría con gusto la Alemania de Guillermo II cambiaría la situación.